7:30 a.m.
Cuando la oscuridad aún no se ha retirado de la ciudad de Torrelavega, y los pájaros dormitan en sus frágiles nidos, un despertador suena en el cuarto de Miguel Pérez. Yo ya sé cuál es mi misión. Empiezo pulsando el botón gomoso del reloj para que cese su alarma, y seguidamente, me incorporo sobre el colchón. Después de meter mis dormidos pies en las zapatillas, tanteo el camino hasta la llave de la luz, y me visto.
No he terminado de ponerme el calcetín derecho cuando oigo que mi madre está preparando un zumo de naranja. Guiado por la luz fantasmal que flota en el ambiente, recorro la alfombra del pasillo hasta mi próximo objetivo: la cocina.
Siento que las gotas del líquido se pegan a mi garganta, seca después de nueve horas de sueño. Mi desayuno consiste esta vez en una taza de café cargado y galletas rotas, con mantequilla, que se derriten en el café y forman burbujas amarillentas.
Después de ir al baño, se despierta y levanta y mi padre. Después de informarle de cómo he dormido hoy (siempre bien), voy preparándome para partir al trabajo: a clase.
Dejo reposar todo el peso de la rebosante mochila sobre mis hombros y doy tres giros a la llave para salir del hogar. Me embarco en mi próximo transporte, el coche que me lleva por calles irregulares, protegido de miradas del aún frío exterior, hasta llegar a mi destino y posar los pies en tierra.
De pronto estoy frente a mi colegio concertado, irguiéndose tambaleante ante las almas condenadas a entrar.
Esperando la hora H, en la que bajaré a las clases, recorro sucesivamente el patio, rodeado por alumnos apoyados en barras descoloridas por el tiempo.