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4/9/18

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Manolo

7 de Enero de 2018. Familia Pérez García. Campuzano.

Tras el paso de SS.MM. los Reyes Magos por nuestra ciudad, muchas cosas iban a cambiar. Entre ellas, la limpieza del mismo, y es que alguno del famoso trío tuvo la idea de regalarnos un aspirador automático.
Tal ingenio es, básicamente, un artilugio con más capacidad y ganas de limpiar que tú. Asumida la inferioridad humano-máquina, solo queda delegar tu confianza en este atrapapolvo autónomo y disfrutar del fruto de su trabajo desinteresado, tras el cual él (Manolo, lo llamamos al verlo) volverá a la base para recargar sus engranajes.
“Con que hablara y poco más, ya estamos hablando prácticamente de un esclavo”. Y va, y  tras moverse un tiempo por el salón, habla. Aunque en inglés, y con una voz delatoramente femenina. Desde sus primeras palabras, supimos ya que Manolo era un(a) aspirador(a) inmigrante y transexual, una dura historia de superación que, por los tumbos de la vida, había sido arrastrada a (sobre)vivir aquí, sin contrato, de Lunes a Domingo, sin horario fijo.
Como prueba de ello, y antes de que se acostumbrara a la permisividad, lo pusimos a trabajar aquel mismo día, que era domingo, por la mañana, con una actitud (eso sí) condescendiente al no vigilarlo. En el tiempo en que estuvo desempolvando el salón, lo dejamos solo, nos acercamos a mirar, nos fuimos de nuevo, mi padre salió a comprar el pan y volvió, regresamos al salón para desconectarlo… y se había perdido.
Resultado de imagen de polvo suciedad sobre un mueble
Se desató el pánico. Aquello no tenía sentido en absoluto. Nuestro salón tiene cuatro paredes y una puerta (cerrada en aquel momento), ¿dónde iba a estar? Los cuatro comenzamos a buscarlo. Ocho ojos para un aspirador ¿fugado? Esa era nuestra principal teoría: Manolo no aguantó más la presión y escapó. Pero ¿por dónde? No podía haberse tirado por la ventana, aunque sí hubiera estado abierta. Asomarse para comprobarlo, por si las moscas, era un gesto demasiado paranoico a esas alturas. De acuerdo, puede que la puerta del salón hubiera estado abierta en algún momento. O no (el cerebro modifica los recuerdos para dar respuesta a sus preguntas). De ser así, podría haber salido a la calle mientras la puerta principal estaba abierta, momentos previos a que mi padre saliera a comprar el pan. Uno o dos minutos para huir del horror.
Y héteme ahí, tras peinar la casa, bajando aún en bata y zapatillas por el portal y preguntando a los vecinos si habían visto un aspirador, cual niño perdido. Nadie aportaba esperanzas. “Es bajito, se llama Manolo, habla en inglés y tiene una voz muy aguda”. Nada, ni siquiera al final de la calle, máxima distancia que la vergüenza me dejó recorrer enfundado en ese atuendo matutino.
Volví a casa (donde seguían sin verlo) con la mirada del que sabe su fracaso. Empezamos a adjudicar la extraña pérdida a una casualidad de la física cuántica, que habría borrado o trasladado todos sus átomos de golpe; a una alucinación colectiva, más plausible; o a cualquier fenómeno paranormal que nos contentara.

Fue solo cuando ya estábamos requiriendo el testimonio de la vecina que me dio por asomarme a un mueble extremadamente pegado al suelo, tanto que no sabíamos que hubiera aire entre la base y el parqué. Pero lo había. Muy poquito, pero suficiente para Manolo, embutido y atrapado en ese hueco claustrofóbico.

Hago, para terminar, un llamamiento a científicos de toda clase: dejad de poner fechas al año en que la inteligencia de los robots supere a la humana: ya lo ha hecho.
Concretamente el 7 de enero de 2018.