Tras el paso de SS.MM. los Reyes
Magos por nuestra ciudad, muchas cosas iban a cambiar. Entre ellas, la limpieza
del mismo, y es que alguno del famoso trío tuvo la idea de regalarnos un
aspirador automático.
Tal ingenio es, básicamente, un artilugio
con más capacidad y ganas de limpiar que tú. Asumida la inferioridad
humano-máquina, solo queda delegar tu confianza en este atrapapolvo autónomo y
disfrutar del fruto de su trabajo desinteresado, tras el cual él (Manolo, lo
llamamos al verlo) volverá a la base para recargar sus engranajes.
“Con que hablara y poco más, ya
estamos hablando prácticamente de un esclavo”. Y va, y tras moverse un tiempo por el salón, habla.
Aunque en inglés, y con una voz delatoramente femenina. Desde sus primeras
palabras, supimos ya que Manolo era un(a) aspirador(a) inmigrante y transexual,
una dura historia de superación que, por los tumbos de la vida, había sido
arrastrada a (sobre)vivir aquí, sin contrato, de Lunes a Domingo, sin horario
fijo.
Como prueba de ello, y antes de
que se acostumbrara a la permisividad, lo pusimos a trabajar aquel mismo día,
que era domingo, por la mañana, con una actitud (eso sí) condescendiente al no
vigilarlo. En el tiempo en que estuvo desempolvando el salón, lo dejamos solo, nos
acercamos a mirar, nos fuimos de nuevo, mi padre salió a comprar el pan y
volvió, regresamos al salón para desconectarlo… y se había perdido.
Se desató el pánico. Aquello no
tenía sentido en absoluto. Nuestro salón tiene cuatro paredes y una puerta (cerrada
en aquel momento), ¿dónde iba a estar? Los cuatro comenzamos a buscarlo. Ocho
ojos para un aspirador ¿fugado? Esa era nuestra principal teoría: Manolo no
aguantó más la presión y escapó. Pero ¿por dónde? No podía haberse tirado por
la ventana, aunque sí hubiera estado abierta. Asomarse para comprobarlo, por si
las moscas, era un gesto demasiado paranoico a esas alturas. De acuerdo, puede
que la puerta del salón hubiera estado abierta en algún momento. O no (el cerebro
modifica los recuerdos para dar respuesta a sus preguntas). De ser así, podría
haber salido a la calle mientras la puerta principal estaba abierta, momentos
previos a que mi padre saliera a comprar el pan. Uno o dos minutos para huir
del horror.
Y héteme ahí, tras peinar la
casa, bajando aún en bata y zapatillas por el portal y preguntando a los vecinos
si habían visto un aspirador, cual niño perdido. Nadie aportaba esperanzas. “Es
bajito, se llama Manolo, habla en inglés y tiene una voz muy aguda”. Nada, ni
siquiera al final de la calle, máxima distancia que la vergüenza me dejó recorrer
enfundado en ese atuendo matutino.
Volví a casa (donde seguían sin
verlo) con la mirada del que sabe su fracaso. Empezamos a adjudicar la extraña
pérdida a una casualidad de la física cuántica, que habría borrado o trasladado
todos sus átomos de golpe; a una alucinación colectiva, más plausible; o a cualquier
fenómeno paranormal que nos contentara.
Fue solo cuando ya estábamos
requiriendo el testimonio de la vecina que me dio por asomarme a un mueble
extremadamente pegado al suelo, tanto que no sabíamos que hubiera aire entre la
base y el parqué. Pero lo había. Muy poquito, pero suficiente para Manolo,
embutido y atrapado en ese hueco claustrofóbico.
Hago, para terminar, un
llamamiento a científicos de toda clase: dejad de poner fechas al año en que la
inteligencia de los robots supere a la humana: ya lo ha hecho.
Concretamente el 7 de enero de 2018.
Concretamente el 7 de enero de 2018.
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