Las fechas marcadas por la
Natividad son siempre una buena ocasión para volver al lugar del que uno
procede. Yo no soy una excepción; aun habiendo promocionado tanto en mi vida,
soy capaz de volver a pisar la humilde villa de la que soy oriundo si con esto
puedo pasear con mis múltiples amistades, reunirme con mi modélica familia,
recuperar rutinas pasadas.
Ayer reuní fuerzas para bajar del
Ferrari y pisar Torrelavega. Paseando entre sus maltrechas calles, intentaba revivir
la falsa ilusión de rutina que todos buscamos al volver un tiempo a casa,
aunque se me antojó particularmente complicado. No podía evitar mirar por
encima del hombro a aquella plebe. Había señores con el último botón de la
camiseta desabrochado y señoras sin sombreros de plumas. Ciertas calles pecaban
de sinuosas, y sus adoquines no eran perfectamente paralelos, ¿pueden creerlo? Mientras
reprimía mis ganas de vomitar, me sobrevino un pensamiento: ¿había cambiado la
ciudad, o tal vez era mi grandísima evolución intelectual la que me permitía ahora
darme cuenta de la bajeza de sus gentes y calles?
Fue en medio de esta falsa
ilusión de cotidianidad aderezada con insulsas luces de colores y falsos árboles
LED cuando recibí un mensaje que cambiaría mi destino para siempre.
“Hola”.
El número que escribía era nuevo
para mí. ¿Quién habría tenido el privilegio de obtener una vía de comunicación
con el creador de NLOHP? ¿Qué clase
de plebeyo había sido capaz de contaminar la bandeja de entrada de un autor de
éxito?
Decidí contestar. Al fin y al
cabo, los de mi casta debemos empatizar, comprender la grandísima ilusión que,
con una respuesta, provocamos en los fans en forma de quasi taquicardia.
“Hola. ¿Quién
eres?”
“Soy un chico
que ha visto tu blog”
“¡Anda! Pues
cuéntame, ¿qué te ha parecido?”
Válgame el señor, qué pereza. Otro
adorador más que quitarse de encima. Otro parásito dispuesto a recordarme lo
bueno que soy, como si tal cosa me fuera desconocida precisamente a mí, Miguel
Pérez García, bendecido con el don de la clarividencia.
“Una mierda.
Te pido por favor que dejes de escribir, me han entrado ganas de morir. Tu vida
es un asco”
Saqué en ese momento mi
calendario de bolsillo. Hacía mucho, unos tres o cuatro días, que no mandaba a
mi servicio secreto personal llevarse a alguien de un plumazo. Normalmente lo
hago con los disidentes, los gobiernos que hago temblar, aquellas
personalidades que no son capaces de someterse al yugo de mi pensamiento único
y perfecto. Aquellos que, unidos al resto de su calaña, podrían hacer peligrar
mi ego, llevarme a dejar de escribir y privar a la Humanidad de un patrimonio
sin parangón como es este blog.
“Veo que no lo
has leído. No pasa nada, tómate tu tiempo. Cuando lo hagas te dedico una
entrada por el mérito”
“¿Te crees que
hablo sin tener ni idea? He leído varias cosas, entre ellas lo de que has perdido el bus”
Me temo que no lo ha debido leer
muy bien. Yo no perdí el bus; me negaron el que me correspondía. Y, puestos a confesar,
esa entrada era una historia falsa. Los escritores de bufanda, gafas de pasta
sin lentes y café nunca utilizamos el trasporte público. Nos podrían pegar el
resfriado, la lepra, o lo que sea que tenga la gente que no sabe escribir como
Yo. Resolví tratar de aleccionarle: me encontraba generoso y no quería recurrir
aún al servicio anteriormente mencionado.
“Me creo que
hablas sin educación”
“Educación es
la que te falta, porque no tienes ni idea de escribir”.
Eso fue un golpe bajo. Tal grave
aseveración atravesó mi cerebro como un rayo recorre la cúpula de la noche. Me
invadió una inquietud: ¿y si tenía razón?
Incapaz de gestionar lo ocurrido,
decidí pedirle ayuda desesperada y patéticamente.
“Intentaré
mejorar. ¿Das clases particulares?”
“Lo siento,
pero no trato con acomplejados que se creen Shakespeare. Eres un caso perdido”
Toda mi vida pasó por delante de
mis ojos. Siempre fui un niño feliz, hasta que llegó aquel maldito día: en 2013
me diagnosticaron un Coeficiente Intelectual de -96.289.200.430.407. Fue
entonces cuando pensé que debía ocultarlo como fuera. Solo el psicólogo del
colegio lo sabía, pero ¿qué pasaría si se enteraba mi familia, mis amigos, toda
la gente? Sumando esto a mi fragilísima autoestima, el resultado podía ser
fatal.
Escogí el área del test del CI en
que menos había fracasado, la escritura, y decidí que la potenciaría tanto como
pudiera para hacer de ella el bastión de mi fingida inteligencia y desviar así
la atención del resto de áreas en las que soy extremadamente deficiente. Y es
que, amigos, no se sumar dos y dos, no sé caminar mucho rato sin perderme, me
pongo las camisetas al revés, confundo la habitación con la cocina –no es la
primera vez que incendio la casa- y cuando intento encadenar cuatro frases
parezco un simio balbuceante. Ah, y me cago encima de vez en cuando.
Por todos estos motivos, comencé
este blog, ese mismo año, escribiendo sobre una higuera.
En ese momento no me daba para más. Pasaba los días memorizando expresiones rimbombantes,
vocabulario pretencioso, refranes viejunos, en definitiva, toda aquella
combinación de palabras que hiciera parecer que en mi cabeza había una
actividad incesante, como, por ejemplo, “actividad incesante”. Me he pasado la
vida perfeccionando esta técnica, huyendo hacia adelante, posando los dedos
sobre el teclado sin saber siquiera qué estoy escribiendo al hacerlo –no soy
capaz de leerlo después-, fingiendo intelectualidad para que nadie me delatara,
presentándome a través de mis escritos para que nadie viera cómo se me cae la
baba al intentar hablar.
Poco a poco, empecé a recibir
felicitaciones por lo que escribía. Cientos de comentarios acompañaban las
entradas que iban tejiendo el grueso del blog, y no solo las entradas, sino la
ocurrencia y el estilo del autor. Es decir, a mí. Cuando me quise dar cuenta, el
personaje me había absorbido.
Maldita sea, no tengo servicio de
inteligencia personal. Ni Ferrari. Tampoco ingenio, estilo, hortografía ni
gracia ninguna. Y ni siquiera me había dado cuenta hasta que este sagaz lector me
lo hizo saber al escribirme.
Aún dolido en lo más profundo de
mi ser, y acongojado por la forma en que este Freud del siglo XXI me había puesto
enfrente de mis propias debilidades, me defendí como gato panza arriba.
“¡Me alegra
enormemente leer eso! No hay mejor garantía de que no me darás la chapa más”.
“Sinceramente,
me la sudas a nivel astronómico. Solo quería bajarte esos humos y, ahora que
tienes la moral por los suelos, me voy a hacer una paja pensando en lo
fracasado que eres. Un saludo y cuídate”.
En fin.
Me alegro de que mi literatura te
resulte excitante. Nadie me dice cómo puedo o debo escribir, y menos así. Es mi
estilo. Escribo para mí y si a alguien más le gusta, bienvenido sea. No voy a
rebajar mi vocabulario ni perder precisión en las palabras para parecerte más
agradable.
Como ves, he escrito esta entrada
de la forma más repelente posible. Se llama terapia
de choque. Lo superarás. En cuanto a la tuya, te ha salido
al revés: mi moral no está por los suelos, sino por las nubes, al verme
comparado contigo. Gracias por ello y por el material que me has suministrado
para hacer esta entrada: últimamente no sabía qué escribir.
Un saludo y cuídate.