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24/12/18

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Cuento de Navidad

Las fechas marcadas por la Natividad son siempre una buena ocasión para volver al lugar del que uno procede. Yo no soy una excepción; aun habiendo promocionado tanto en mi vida, soy capaz de volver a pisar la humilde villa de la que soy oriundo si con esto puedo pasear con mis múltiples amistades, reunirme con mi modélica familia, recuperar rutinas pasadas.

Ayer reuní fuerzas para bajar del Ferrari y pisar Torrelavega. Paseando entre sus maltrechas calles, intentaba revivir la falsa ilusión de rutina que todos buscamos al volver un tiempo a casa, aunque se me antojó particularmente complicado. No podía evitar mirar por encima del hombro a aquella plebe. Había señores con el último botón de la camiseta desabrochado y señoras sin sombreros de plumas. Ciertas calles pecaban de sinuosas, y sus adoquines no eran perfectamente paralelos, ¿pueden creerlo? Mientras reprimía mis ganas de vomitar, me sobrevino un pensamiento: ¿había cambiado la ciudad, o tal vez era mi grandísima evolución intelectual la que me permitía ahora darme cuenta de la bajeza de sus gentes y calles?

Fue en medio de esta falsa ilusión de cotidianidad aderezada con insulsas luces de colores y falsos árboles LED cuando recibí un mensaje que cambiaría mi destino para siempre.

“Hola”.

El número que escribía era nuevo para mí. ¿Quién habría tenido el privilegio de obtener una vía de comunicación con el creador de NLOHP? ¿Qué clase de plebeyo había sido capaz de contaminar la bandeja de entrada de un autor de éxito?

Decidí contestar. Al fin y al cabo, los de mi casta debemos empatizar, comprender la grandísima ilusión que, con una respuesta, provocamos en los fans en forma de quasi taquicardia.

“Hola. ¿Quién eres?”
“Soy un chico que ha visto tu blog”
“¡Anda! Pues cuéntame, ¿qué te ha parecido?”

Válgame el señor, qué pereza. Otro adorador más que quitarse de encima. Otro parásito dispuesto a recordarme lo bueno que soy, como si tal cosa me fuera desconocida precisamente a mí, Miguel Pérez García, bendecido con el don de la clarividencia.

“Una mierda. Te pido por favor que dejes de escribir, me han entrado ganas de morir. Tu vida es un asco”

Saqué en ese momento mi calendario de bolsillo. Hacía mucho, unos tres o cuatro días, que no mandaba a mi servicio secreto personal llevarse a alguien de un plumazo. Normalmente lo hago con los disidentes, los gobiernos que hago temblar, aquellas personalidades que no son capaces de someterse al yugo de mi pensamiento único y perfecto. Aquellos que, unidos al resto de su calaña, podrían hacer peligrar mi ego, llevarme a dejar de escribir y privar a la Humanidad de un patrimonio sin parangón como es este blog.

“Veo que no lo has leído. No pasa nada, tómate tu tiempo. Cuando lo hagas te dedico una entrada por el mérito”
“¿Te crees que hablo sin tener ni idea? He leído varias cosas, entre ellas lo de que has perdido el bus

Me temo que no lo ha debido leer muy bien. Yo no perdí el bus; me negaron el que me correspondía. Y, puestos a confesar, esa entrada era una historia falsa. Los escritores de bufanda, gafas de pasta sin lentes y café nunca utilizamos el trasporte público. Nos podrían pegar el resfriado, la lepra, o lo que sea que tenga la gente que no sabe escribir como Yo. Resolví tratar de aleccionarle: me encontraba generoso y no quería recurrir aún al servicio anteriormente mencionado.

“Me creo que hablas sin educación”
“Educación es la que te falta, porque no tienes ni idea de escribir”.

Eso fue un golpe bajo. Tal grave aseveración atravesó mi cerebro como un rayo recorre la cúpula de la noche. Me invadió una inquietud: ¿y si tenía razón?

Incapaz de gestionar lo ocurrido, decidí pedirle ayuda desesperada y patéticamente.

“Intentaré mejorar. ¿Das clases particulares?”
“Lo siento, pero no trato con acomplejados que se creen Shakespeare. Eres un caso perdido”

Toda mi vida pasó por delante de mis ojos. Siempre fui un niño feliz, hasta que llegó aquel maldito día: en 2013 me diagnosticaron un Coeficiente Intelectual de -96.289.200.430.407. Fue entonces cuando pensé que debía ocultarlo como fuera. Solo el psicólogo del colegio lo sabía, pero ¿qué pasaría si se enteraba mi familia, mis amigos, toda la gente? Sumando esto a mi fragilísima autoestima, el resultado podía ser fatal.

Escogí el área del test del CI en que menos había fracasado, la escritura, y decidí que la potenciaría tanto como pudiera para hacer de ella el bastión de mi fingida inteligencia y desviar así la atención del resto de áreas en las que soy extremadamente deficiente. Y es que, amigos, no se sumar dos y dos, no sé caminar mucho rato sin perderme, me pongo las camisetas al revés, confundo la habitación con la cocina –no es la primera vez que incendio la casa- y cuando intento encadenar cuatro frases parezco un simio balbuceante. Ah, y me cago encima de vez en cuando.

Por todos estos motivos, comencé este blog, ese mismo año, escribiendo sobre una higuera. En ese momento no me daba para más. Pasaba los días memorizando expresiones rimbombantes, vocabulario pretencioso, refranes viejunos, en definitiva, toda aquella combinación de palabras que hiciera parecer que en mi cabeza había una actividad incesante, como, por ejemplo, “actividad incesante”. Me he pasado la vida perfeccionando esta técnica, huyendo hacia adelante, posando los dedos sobre el teclado sin saber siquiera qué estoy escribiendo al hacerlo –no soy capaz de leerlo después-, fingiendo intelectualidad para que nadie me delatara, presentándome a través de mis escritos para que nadie viera cómo se me cae la baba al intentar hablar.

Poco a poco, empecé a recibir felicitaciones por lo que escribía. Cientos de comentarios acompañaban las entradas que iban tejiendo el grueso del blog, y no solo las entradas, sino la ocurrencia y el estilo del autor. Es decir, a mí. Cuando me quise dar cuenta, el personaje me había absorbido.

Maldita sea, no tengo servicio de inteligencia personal. Ni Ferrari. Tampoco ingenio, estilo, hortografía ni gracia ninguna. Y ni siquiera me había dado cuenta hasta que este sagaz lector me lo hizo saber al escribirme.

Aún dolido en lo más profundo de mi ser, y acongojado por la forma en que este Freud del siglo XXI me había puesto enfrente de mis propias debilidades, me defendí como gato panza arriba.

“¡Me alegra enormemente leer eso! No hay mejor garantía de que no me darás la chapa más”.
“Sinceramente, me la sudas a nivel astronómico. Solo quería bajarte esos humos y, ahora que tienes la moral por los suelos, me voy a hacer una paja pensando en lo fracasado que eres. Un saludo y cuídate”.

En fin.

Me alegro de que mi literatura te resulte excitante. Nadie me dice cómo puedo o debo escribir, y menos así. Es mi estilo. Escribo para mí y si a alguien más le gusta, bienvenido sea. No voy a rebajar mi vocabulario ni perder precisión en las palabras para parecerte más agradable.

Como ves, he escrito esta entrada de la forma más repelente posible. Se llama terapia de choque. Lo superarás. En cuanto a la tuya, te ha salido al revés: mi moral no está por los suelos, sino por las nubes, al verme comparado contigo. Gracias por ello y por el material que me has suministrado para hacer esta entrada: últimamente no sabía qué escribir.

Un saludo y cuídate.



5/12/18

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La otra mejilla

Resultado de imagen de sangre


Como muchos de mis millones de lectores sabréis ya, me encuentro estudiando en Oviedo desde hace más de un año. Aquí, he tenido la suerte de hallar un grupo de personas que puedo considerar amigos. Pero a veces la amistad no es fácil de definir. Ayer mismo me hicieron replanteármela con una aparentemente sencilla pregunta:
“Si nos metiéramos en una pelea, ¿entrarías a defendernos?”
Os animo a responder esta cuestión individualmente. Mi primera respuesta fue “Si logro disolverla, sí; si va a ser inútil, prefiero ir llamando a la policía”, y causó un gran rechazo: “Pero Miguel, ¿cómo podrías mirarme a la cara después?”
Bien, en este texto voy a intentar desgranar los motivos que amparan el cabreo de un amigo que no te ve entrar en una pelea para defenderle, aún significando claramente (y desde el principio) que no se logren una sino dos palizas.

Pintemos la situación: volviendo de fiesta, un chaval increpa al amigo con el que vamos y se enzarzan a unos metros de distancia. El inesperado contrincante es un armario de 3x2 con tatuajes y sin piedad, aunque (y esto es importante para más tarde) no lleva un arma blanca potencialmente mortal. Resulta claro, tanto para ti como para tu amigo, que la única diferencia que puede suponer el hecho de que entremos a intentar defenderle es que seamos dos personas, y no una, las que acabemos magulladas.
Ahora estudiemos las dos únicas alternativas posibles. No olvidemos que, instintivamente, las decisiones se toman muchas veces por comparación con su alternativa:
·         Si no entramos (y vamos llamando a la policía desde lejos):
o   Pegan a nuestro amigo.
·         Si entramos:
o   Pegan a nuestro amigo.
o   Nos pegan a nosotros.
A continuación empiezan mis conjeturas: ¿por qué, a pesar del balance aparentemente negativo fruto de entrar en la pelea, lo habríamos de hacer? No hay cerebro que decida así. Resulta frío y parece de psicópata estudiarlo, pero este era desde el principio nuestro objetivo (dar respuesta a la cuestión), y no puedo, simplemente, conformarme con esta incógnita, asumir esta contradicción. Dándole vueltas, me di cuenta de que estaba olvidando una serie de factores que daban la vuelta al resultado:
·         Si no entramos:
o   Pegan a nuestro amigo.
o   Nuestro amigo se siente doblemente dolido al sentir la deslealtad de no ser defendido por nosotros, aún siendo manifiestamente inútil intentarlo.
o   Debido al apartado anterior, sentiremos culpabilidad por abandonar a nuestro amigo (y no puedo dejar fuera este factor, porque opino que no hay altruismo que no se base, en el fondo, en nuestro propio egoísmo).
·         Si entramos:
o   Pegan a nuestro amigo.
Ahora sí tiene sentido. Escogemos la opción de entrar porque la lealtad implícita en la amistad exige que aparentemos intentarlo a pesar de las circunstancias. Pero, si sabemos a priori que es inútil, ¿no es esto equivalente a decir que la lealtad exige, directamente, que nos partan la cara para reconfortar a nuestro amigo? ¿No tiene esto una base posesiva en la que nuestro amigo se ofende si no nos lanzamos al mismo destino, cosa que hacemos porque nos compadecemos automáticamente del que está siendo aporreado? Puede que el concepto de lealtad, en determinadas situaciones, fuera un obstáculo para el máximo bienestar posible de los componentes de este binomio. Que no fuera práctico.

Desgraciadamente, dudo que puedan existir amistades en las que se puedan consensuar cosas así. Los instintos animales nos dominan, y encontrárselos en la base al desmigajar las motivaciones  del comportamiento humano resulta sencillamente descorazonador. Descubres actitudes que, a ojos de la razón, son absurdas, y sin embargo, debes seguir aplicándolas si quieres mantener los sentimientos que unen una amistad.
Dudo que pueda lograrse una amistad tan consensuada, y en la que exista tantísima confianza, que se acuerde no defenderse en una pelea en casos en los que sea inútil sin que esto conlleve los sentimientos distanciadores propios de una traición. Así que hagamos un poco de trampa y, como he hecho en la última comparación de alternativas, incluyamos las absurdeces también en la ecuación. Así, tanto el análisis de la pregunta primigenia como la respuesta del instinto te llevarán a lo mismo: defender a tu amigo.

Aún habrá quien dude de que estos comportamientos sean absurdos. Bien, si no fueran absurdos, al menos deberían ser coherentes con todas las situaciones. Pongamos unos cuantos ejemplos en los que el dolor de tu amigo compite con tu necesidad de salvarte a ti mismo o mejorar tus condiciones… y en los que la respuesta no está tan clara.

·         Tienes que competir con él por una plaza en un trabajo.
·         Quieres mudarte a la otra punta del mundo para rehacer tu vida y lo dejarás solo.
·         Estáis enamorados de la misma persona.

¿Qué diferencia esto de una pelea? Las únicas dos respuestas a esto dejan intacto lo retórico de esta pregunta:

1.      Parece extraño situar el interés de tu amigo por encima del tuyo en este caso porque poca gente ha hecho el esfuerzo de darse cuenta de que la situación es (prácticamente) idéntica y decidirse por una actitud u otra para ser coherentes, y la sociedad crea una cultura en la que, entre otras cosas, se asume esto como normal. Y tus amigos y tú pertenecéis a la sociedad.
2.      En los ejemplos anteriores se toman decisiones meditadas, con tiempo para razonar la respuesta y tomar una decisión. En una pelea no se toman decisiones meditadas. Los comportamientos absurdos (desde el punto de vista racional) toman la delantera.


No sé si se empieza a ver por dónde van los tiros. Tal vez el error haya sido preguntarme qué haría en una pelea… sin estar en una pelea. Hay respuestas que no se han de dar meditadamente y con tiempo, pues a la hora de la verdad, el resultado puede ser muy diferente. No siempre tiene sentido razonar.

Espero no acordarme de estas conclusiones a la hora de la verdad, pues la reminiscencia de esta deconstrucción me pondría más difícil actuar de manera instintiva. ¿Y por qué sigo empeñado en actuar, si ya hemos visto que es absurdo? Pues bueno, ya que sentir nos hace humanos pero he sido obligado a dar una respuesta y esto me hace pensar sin sentir, voy a incluir los sentimientos en la ecuación como he dicho antes. No hacerlo sería un error, un error que (por muy injustamente que lo haga) podría acabar con nuestras amistades, y eso sí que sería un mal balance.
Concluyendo: previsiblemente (pues insisto, ahora mismo no respondo en contexto), estoy dispuesto a que me peguen por solidaridad, decida en ese momento mi instinto o mi recuerdo de estas cavilaciones (que no lo sé). Estoy dispuesto a aguantar dolor físico por no agitar el dolor emocional de mi amigo y mío.

La cuestión de hasta qué punto tiene fácil respuesta: hasta que el dolor físico supere al resto. Entre llevarte una torta por tu amigo y entrar a defenderlo cuando lo acorralan cincuenta neonazis con navajas existe un término medio. Para mí, la amenaza de la rotura de un hueso, por ejemplo, del brazo, es el límite.

Pon la otra mejilla, pero no el otro brazo.

4/12/18

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Disonancia en clase

9:00. Suena el despertador y el primer mazazo del día llega al recordar que es Martes. Que me despierto para nada. Perezosamente, me levanto, ducho y desayuno para dirigirme, a través del tortuoso camino del otoño ovetense, al conservatorio. Allí me espera hoy una asignatura perteneciente al bloque del 40% de materias en las que pierdo en valioso recurso del tiempo.

"Percepción musical y entrenamiento auditivo" tiene como objetivo desarrollar el oído musical de los alumnos. Parte de ejercicios básicos, como dictados, intervalos y acordes que debemos escuchar en el piano y trasladar al papel.
Nada de esto sería un problema si no estuviéramos utilizando libros de unos 10 cursos atrás, aunque (bien es cierto), sorprendentemente, aún son capaces de causar dificultades a parte de la clase, que mezcla 5as justas con 6as mayores, 3as menores con 8as justas, blancas con negras y, en definitiva, churras con merinas y viceversa.

No tengo ningún problema con que se ayude al alumnado. Se repiten sencilleces hasta la saciedad y no se abandona un ejercicio hasta que el chaval lo desentraña. El problema llega cuando tienes en la clase a un alumno que tarda un minuto en hacer los ejercicios comunes y pasa quince viendo cómo el resto lo resuelve. Esto lleva ocurriéndome desde el pasado curso, con la misma profesora, y convierte las clases en una suerte de agonía en la que me veo obligado a perder hora y media a la semana -6 al mes, 18 al trimestre- poniendo buena cara y fingiendo que los ejercicios me presentan dificultad porque la guía docente estipula categóricamente que me han de costar.
Si no, ¿por qué en 1º hube de perder nota final por faltar a tres míseras clases? ¡Por favor! Es tan necesaria mi asistencia que ni por dos catarros y la muerte de un familiar estoy excusado. Del mismo modo, el otro día me llevé una bronca por sacar el móvil en clase. Estaba en uno de esos momentos de abstracción posterior a la finalización del ejercicio y, mientras esperaba a su resolución a lo largo del siguiente eón, me apeteció leer las noticias. Por algún motivo, terminé pidiendo perdón.

Me es absolutamente indiferente quedar como un soberbio. Tengo muy claro que oír bien no tiene mérito y oír mal no es culpa de nadie.
Pero han convertido el don de un oído casi absoluto en una condena, y lo han hecho en un conservatorio superior. No tienen ningún problema en ayudar a los alumnos con dificultades, pero compran el silencio y paciencia de los alumnos SIN dificultades a través de apartados llamados "actitud" y "asistencia". Total, sólo soy uno y me tienen a raya. En clase, solamente exploto por dentro.

¿Queréis la prueba de todo? Creedme o no, hoy mismo, Martes, he escrito este texto en ratos muertos de esta clase, en la que hemos hecho dictados melódicos por un valor total de 24 notas y escuchado 30 intervalos armónicos, a un nivel de Enseñanzas Elementales. Todos estaban bien, y a continuación adjunto la demostración.

¿¿¿¿¿¿Me puedo ir ya, por favor??????

P.D.: Me sobran 10 minutos. Voy a tener que aprender a hacer sudokus.