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16/1/19

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Vidafy

De pronto, despierto. No técnicamente, que ya lo estaba, sino en consciencia. Cada vez salgo menos de mis trances: esta vez me cuesta incluso reconocer el salón de casa.
Hacía tiempo que no inspeccionaba el salón. Tampoco hay mucho que ver: algunos adornos anodinos sobre la mesa, por lo demás vacía, y un calendario de papel, de 2070, que debería haber renovado hace 29 años.
Mi móvil vibra: debe ser hora de comer. Invoco con el dedo un rider de Glovo, que me trae la hamburguesa de siempre. Pago con un toque. Él posa la comida en el reposabrazos del sillón y se marcha con prisa. Requiero entonces a un mastifier de Mastify, que me introduce la comida en la boca y mueve mi mandíbula por mí. Benditas apps.
En cinco minutos, acaba el proceso y ya se puede considerar que me he nutrido. Incluso me sobra un rato: hace unos meses, visto que nadie cocinaba, el Gobierno redujo el tiempo para comer a siete minutos. Supongo que la gente está de acuerdo, pues ya nadie vota. Por la tele dicen que este mejor aprovechamiento del tiempo aumentará los beneficios y tal y cual.

Me percato de que, reflexionando sobre esto, se me ha acabado el rato. Mejor: tampoco tenía nada que hacer. Me deslizo hasta mi hoverboard y me dejo llevar hasta la calle, donde empieza mi jornada de trabajo, unas 10 o 12 horas, dependiendo de la demanda.
Soy deliverer de comida, gadgets electrónicos, medicamentos y productos varios, listener (me contratan para escuchar música y contar al cliente qué tal ha estado el último éxito), scroller (deslizo el dedo por las pantallas de las redes sociales de la gente, calmando su ansiedad), walker (muevo las piernas de los excéntricos que quieren pasear), y, en fin, todo lo que se me permita ser por el precio que me paguen. Antes era persianer, pero los pisos llevan años construyéndose sin ventanas, desde que nadie mira por ellas.

Termina mi jornada. Agotado, contrato un volander (no está de más darse algún capricho con lo ahorrado) que me lleve hasta el hoverboard. Llego a casa, me tomo mi Valium y mi insulina, y me tumbo en el sofá. Como hoy me siento algo solo, activo el asistente del móvil y le pido que me cuente chistes. Pongo Netflix mientras viene el laugher que finge que los chistes le hacen reír un rato y, con todo esto, voy quedándome dormido.

Me desvelo por la noche. Ni siquiera scrollear impulsivamente en Instagram me calma, y es que un pensamiento recurrente me viene obsesionando un tiempo: ¿cuán horrible debía ser la vida cuando la gente tenía que estudiar, caminar, comunicarse, cocinar, ir a comprar, pasar penas y alegrías con las experiencias que ahora la tecnología nos ahorra? ¿Cómo podían ignorar que la máxima realización del ser humano consiste en quitarse labores, en no tener que hacer absolutamente nada? "Menos mal que estamos en 2100", pienso.

De pronto, despierto. No técnicamente, que ya lo estaba, sino en consciencia. Cada vez salgo menos de mis trances: esta vez me cuesta incluso reconocer el salón de casa.
Mi móvil vibra: debe ser hora de comer.

Fuente: https://www.ara.cat/economia/amrest-inverteix-25-milions-euros-glovo_0_2053594705.html

2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho esta entrada, realmente es que casi ya ha llegado- Es gracioso y a la vez da miedo

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    1. Esa es la grandeza, reírse de la desgracia... ¡Gracias por comentar!

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