(Queridos lectores: si sois más de ver que de leer, tenéis este artículo en formato vídeo. En mi canal de YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=s8XvDIBtnfA
Ahora os dejo leer.)
Hemos llegado a ese punto en que ya nadie tiene razón.
A ese estado de shock que paraliza y eterniza la búsqueda de una luz al final del túnel.
Unos, ciegos a los casos contrarios, trabajan por la causa independentista, y sensibilizan sobre los policías abusando de la violencia. Otros, ciegos a los casos contrarios, trabajan por la causa constitucionalista, y sensibilizan sobre los violentos reventando las calles.
Perdidos como estamos en las formas, hemos olvidado el fondo de este asunto, y cómo convivir con nuestras diferentes convicciones. Nuestra sensación de vivir en un permanente estado de sitio -independientemente de quién creamos que lo provoca- nos lleva a creer que podemos ser agresivos y categóricos de forma excepcional.
Pero no es momento de ser agresivo. Cuanto más difícil parezca hacerlo, más toca guardar las formas, mantener la calma y evitar sentirse tentado por soluciones mágicas basadas en el enfrentamiento y el extremismo. Así pues, voy a intentar explicar qué es lo que creo que pasa y qué se puede hacer, en mi opinión, al respecto.
En 2010, un evento dio comienzo a toda esta locura. Fue el efecto natural de ofrecer un caramelo a un niño y quitárselo nada más dárselo. El Estatut, que había sido aprobado cuatro años antes, fue cercenado por el Constitucional en un gesto justo pero impopular. En lugar de pedir una reforma constitucional que permitiera dar cabida al Estatut completo, los líderes catalanes comenzaron a agitar el fantasma de la independencia. A matar moscas a cañonazos. ¿Por qué? En parte, para tapar las vergüenzas de la incipiente crisis económica de 2008 y su gestión basada en los recortes públicos. El mismo Artur Mas que otrora tuviera que entrar al Parlament en helicóptero, esquivando a los manifestantes, era apoyado por ellos al convertirse en figura salvadora de la Nació.
Todo esto fue creciendo como una bola de nieve. Todos sabemos cómo se fueron desarrollando los eventos. Los líderes catalanes iban cambiando mientras la masa de descontentos crecía, subían las peticiones y el tono. Paralelamente, el Estado no tenía más estrategia que mantenerse en sus casillas y esperar a que la siguiente legislatura se comiera el marrón.
A los constitucionalistas se les vendió una solución mágica basada en repetir la ley muy alto y contundentemente. A los independentistas se les dijo que la comunidad internacional y la UE estaba con ellos -ambas cosas resultaron ser falsas-.
Eventualmente, llegó el 1 de octubre de 2017. Se malorganizó un referéndum ilegal y los jueces malhicieron los deberes que los políticos no habían hecho. El mandato era claro: impedir una ilegalidad, un referéndum para cuya contemplación del resultado no existía un marco legal. Al tratarse de una ilegalidad perpetrada por millones de personas, era físicamente difícil contener tal evento, y hubo que recurrir a la legítima violencia del Estado, que tiene -y no se oculta- el monopolio de la misma. Varios policías abusaron de su fuerza con esos pseudovotantes, llegando a un punto superior al necesario para el fin preciso.
Aquí la situación ya perdió todo sentido. Ninguna de las "soluciones" propuestas y ejecutadas por cualquiera de las dos partes pasaba por un acuerdo. Y es que no se puede llegar a ningún acuerdo cuando una parte habla dentro de la ley y otra, fuera de la misma, y ambas posiciones son inamovibles. Es un diagrama de Venn con círculos no coincidentes.
En 2019, los jueces siguen haciendo los deberes, y tal cosa no ha gustado. A raíz de la sentencia del procés, llevamos cinco noches de batallas campales en Barcelona.
Independentistas que piden un referéndum pacíficamente.
Independentistas que piden un referéndum mientras destruyen las calles.
Independentistas shockeados que no se manifiestan.
Indecisos que piden un referéndum pacíficamente.
Indecisos que piden un referéndum mientras destruyen las calles.
Indecisos shockeados que no se manifiestan.
Indecisos que piden mano dura legal pacíficamente.
Indecisos que piden fusilamientos y garrote vil.
Unionistas que piden un referéndum pacíficamente.
Unionistas que piden un referéndum mientras destruyen las calles.
Unionistas shockeados que no se manifiestan.
Unionistas que piden mano dura legal.
Unionistas que piden fusilamientos y garrote vil.
Gente que se aburre y sale a liarla, otros que hacen huelgas por no ir a clase y falsos constitucionalistas con la bandera preconstitucional, pidiendo taxis.
De todos estos grupos nombrados, cada uno está en diferentes proporciones en función de las circunstancias, el devenir político y el apoyo que encuentran.
En redes, demasiada gente irresponsable comparte imágenes de sólo algunos de estos grupos, haciendo ver que tales o cuales -aquellos que favorezcan a su teoría ideológica- son los mayoritarios.
¿Dónde esperan llegar con esto unos y otros?
¿Qué protegen las barricadas de los violentos?
¿Qué cambiará en el cerebro de los independentistas una aplicación del 155?
Yo, hoy por hoy, solo veo una solución.
Y me gustaría concluir con dos ideas.
En primer lugar, lo que es ilegal siempre será impedido mientras el Estado tenga capacidad física de hacerlo. Y debe serlo. Si no, se estaría otorgando a los eximidos, a efectos prácticos, el derecho de saltarse la ley. Y la ley, concretamente la Constitución del 78, es el único documento que ha impedido que en este península andemos a tiros como hemos hecho durante toda nuestra Historia. Ha coincidido con el mayor periodo de progreso de nuestro país e inclusión en la comunidad internacional. Así pues, toda solución debe pasar, necesariamente, por la Constitución.
A día de hoy, esta, guste o no, otorga a cada uno de los españoles el derecho irrebatable a decidir dónde empieza y acaba su país. Esto también fue refrendado en Cataluña, el territorio en que más votos afirmativos obtuvo la carta magna.
Cataluña, a día de hoy, no es sujeto de soberanía -la autodeterminación sólo está reconocida como derecho para las antiguas colonias, según la ONU-. No cuenta con una autonomía que le permita decidir su propio destino fuera del país del que es región, igual que mi bloque de pisos no goza de ese estatus. Así pues, el primer paso es reconsiderar esta situación. Yo estoy dispuesto a renunciar al derecho, que por hoy tengo, de hacer indivisible mi país. Creo que, por contexto, Cataluña debe poder tener acceso legal a un referéndum autonómico y vinculante, y que no hay motivo que baste para forzar a millones de personas a quedarse donde, a lo mejor, no quieren estar.
Eso sí: aunque tal razonamiento personal me pareciera lo más obvio del mundo, no significa que tal derecho hipotético a decidir deba ser automáticamente ejercido, pues no existe en la ley, y lo que no existe en la ley, no existe a secas. Quizás el resto de españoles, que son quienes, en forma de mayorías, tienen la última palabra, no piensen como yo.
El Artículo n° 1 de la Constitución establece que España es sujeto de soberanía, y el n° 2, que es indivisible. Su reforma pasa por un procedimiento agravado que cuente con el apoyo de dos tercios del Congreso y Senado y la mayoría del pueblo español -en referéndum nacional, a su vez-. Esta reforma, según cómo se plasme, podría conceder a Cataluña un derecho, por hoy inexistente, a realizar un referéndum autonómico vinculante sobre la independencia.
La segunda cuestión es cómo vamos a llegar a una situación tan ideal que permita el planteamiento de una reforma así.
Desde luego, así no.
Necesitamos el cese de la violencia de unos y otros -en esta línea, es evidente que si se dejan las barricadas, los incendios y los ataques a escaparates, la policía no tendrá ninguna contraoperación en la que sobrepasarse- y de la manipulación irresponsable de unos y otros medios. Tal vez para abordar el fin de estos problemas haya que investigar la raíz.
Y la raíz es el beneficio que sacan de todo esto los políticos. El conflicto les da trabajo, pues viven de solucionarlos. Si el conflicto se eterniza, tienen la vida solucionada. Actúan como una farmacéutica que, entre un medicamento efectivo y de toma única, y otro medio malo y para toda la vida, escoge este segundo para garantizar que seguirá ganando dinero.
Los votantes son el dinero de los políticos, e igual que es ingenuo pensar que las empresas pasan por favorecer el bien común para hacer dinero, pues hay atajos basados en la manipulación que les permiten ganar más con estrategias sucias, es ingenuo pensar que los políticos pasan por favorecer el bien común para atraer votantes, pues hay atajos basados en la manipulación que les permiten atraer más con estrategias sucias.
Esta situación no es fruto de la incompetencia de nuestros representantes públicos. Es fruto de su excesiva competencia para complicar la situación, y es que complicar la situación les seguirá siendo la acción más rentable mientras entremos en su juego y, con nuestros cerebros de cazadores-recolectores, sigamos uniéndonos a las masas, agitando banderas, pegándonos, insultándonos, haciendo cosas que, en el fondo, sabemos improductivas.
Necesitamos un líder político valiente que ceda el primero, impulse un proyecto de reforma de la Constitución en sinergia con un político decente en Cataluña y, en definitiva, impulse la única solución posible para los pobres ciudadanos que no sacamos ningún rédito de toda esta situación.
Y, mientras tanto, mente fría, siempre mente fría.
Citando Interstellar: no es imposible, es necesario.