Introducción
Hoy
voy a hablar sobre mi forma de hablar.
Llevo
años sintiendo la necesidad de escribir este meta-texto, pero han sido varios
los factores que han retrasado su redacción, entre ellos, la incapacidad para racionalizar
y poner palabras (haciéndolos conscientes, por tanto) a los argumentos que
defienden mi buen hacer en el terreno dialéctico, sin yo saber del todo por qué
estaba bien, más allá de sentirlo. Ayer tuve un ataque de inspiración y creo
haber reunido en mi saber consciente la suficiente cantidad de argumentos para realizar
todas las justificaciones que desgranaré a lo largo del texto.
Desarrollo
Mi caso
Muchas
veces, en medio o al final de discusiones y debates de más o menos formalidad y
diversos temas, se me han comentado cosas como “tu tono cansa”, “suenas muy
soberbio”, “no tienes una forma adecuada de decir las cosas”, “te comes a tu
interlocutor”, etc. En más de una ocasión, incluso, se me ha impedido proseguir
tales conversaciones por este mismo motivo.
Este
texto, en su sentido más amplio, va a ser publicado por escrito. La gente que
sólo me lee, y, por tanto, no me escucha y/o habla conmigo, no habrá tenido
ocasión de comprobar empíricamente la veracidad de varias de las quejas que
recibo, pues estas aluden directa o indirectamente a mis gestos, mi voz y sus
inflexiones. Aun así, se hace necesario comenzar haciendo una breve
recopilación de cuantos reproches recuerde:
·
Hablo demasiado
rápido.
·
Mis intervenciones
son demasiado largas.
·
Mi entonación o
palabrería suena, según el momento y el denunciante, y combinándose a veces
varios de estos rasgos, paternalista, soberbia, repetitiva, pretenciosa,
agresiva.
·
Siempre opino lo
contrario de lo que se me plantea.
·
No doy tregua ni
pizca de razón al otro.
·
No doy consideración
a los relatos personales.
·
Utilizo demasiado el
recurso de pedir no ser interrumpido.
Muchos
creen que estas características de mi expresión son recursos que utilizo
deliberadamente para persuadir, saturar, enfadar y/o desmoralizar al otro. Como
en toda creencia que sostenga alguien, hay un contexto que la sostiene. Si la
creencia es cierta, hay un contexto formado por datos verídicos amparándola. Si
es errónea, hay un contexto formado por datos erróneos amparándola. Creo que
queda patente en el tono de este texto que no rectifico respecto a mi tono. De
esto se extrae que creo poder deducir, que no justificar, las ideas incorrectas
que permiten a la gente apreciar, incorrectamente, estas características que he
mencionado en mi tono. Incluso diré más: si comparamos con el imaginario
colectivo de lo que es “hablar con un tono normal”, estas apreciaciones son,
hasta cierto punto, correctas –hasta a mí me va a costar Dios y ayuda releer
este propio texto mío antes de publicarlo, hasta a mí me suena repipi mi
expresión-. Otra cosa ocurre si lo comparamos con la idea de discusión que yo
propongo y en base a la que procuro actuar independientemente de las
consecuencias que tenga para mí y mis relaciones con los demás.
La discusión ideal
Definamos
primero qué es una discusión. Para empezar: “discusión” es un término que yo
equiparo a “debate”, es decir, exento de toda connotación de enfrentamiento
directo, al menos en un principio. ¿Por qué? No lo sé. Quizás porque mi
experiencia me ha enseñado que uno se puede transformar en el otro imprevisible
y rápidamente.
En
mi esquema de lo que es una discusión ideal, dos o más partes presentan su
opinión inicial, argumentan y contraargumentan por el medio y llegan a un punto
final:
· Opinión inicial:
cada parte expone lo que piensa y escucha qué es lo que opina el resto de
partes. No es momento de deducir por qué las otras partes piensan lo que
piensan, pues, faltando sus consecuentes argumentos, habría que tirar de
prejuicios para ello.
· Argumentos y/o contraargumentos: cada parte expone los datos, estadísticas,
razonamientos lógicos, etc., que sostengan la opinión dada. A lo largo de este
proceso, el debate se hace imposible de constreñir a un esquema. Es físicamente
imposible predeterminar cómo van a evolucionar los temas comentados y qué se va
a comentar al respecto de estos. Aunque se partiera de la pretensión de debatir,
de “resolver”, un tema concreto, las implicaciones y derivas de este pueden
hacer que las líneas entre los “temas debatibles” se difuminen, acabándose en
otro terreno. No es muy grave.
En este punto, mantener la
tesis propia no tiene importancia per se,
sino en tanto que es la que consideramos honesta y genuinamente correcta. Si
los contraargumentos/argumentos de otra parte o la comprobación de la flaqueza
de los nuestros nos hacen tener la sensación de haber descubierto que nuestra
tesis no es correcta, o, incluso, que la ajena lo es, no hay problema en
asumirlo y, por qué no, aportar nuestros argumentos a esta nueva tesis para
dotarla de mayor rigor.
· Punto final:
se llega a una o varias conclusiones. Todas las tesis han sido escuchadas;
todas las teorías, sometidas a revisión argumental; se ha dudado de todas y
solo han sobrevivido aquellas que han superado la confrontación con los datos,
la dialéctica y la lógica.
Como
veis, en mi planteamiento de una discusión ideal los protagonistas no son las
personas, sino las ideas. Las personas son los únicos lugares donde una idea
puede vivir, pero la idea es aquello que condiciona cómo vivimos las personas.
Por eso es importante entender que los portavoces somos poco más que sus
súbditos.
La
discusión no nace como herramienta para significar a las personas. La discusión
es un medio para hallar verdades cada vez más rigurosas, y detectar y suplantar
las incorrectas. Y nosotros somos meras herramientas para que esa criba sea
posible. Si tú plasmas tu filosofía en un libro, yo la mía en otro, y los
ponemos al lado, no pasará nada. Pongamos que ambas filosofías son excluyentes
entre sí: si, por tanto, hay que escoger la filosofía de uno de los dos libros como
forma de actuar, se seguirá un criterio arbitrario, quizás el libro más bonito,
el que esté más a mano o aquel cuyo título suene mejor. Sin embargo, si cada persona
tiene el contenido de su libro en la cabeza y le da vida frente a otra persona
que tenga el otro, la selección de una filosofía (quizá, por qué no, incluso
una mezcla de las dos iniciales) será más rigurosa y útil. Pues esa es la idea.
Fondo y forma
Es
común dividir el discurso de cualquiera en fondo y forma. “Me gusta lo que
dice, pero no cómo lo dice”, “quizá no tenga muy buenos argumentos, pero parece
muy convencido”, “simplemente por hablar con tanta calma ya dan más ganas de estar
de acuerdo con este activista que con ese economista que no para de gritar”. Voy
a utilizar esta dualidad para explicar mi tesis de hoy: el fondo debería ser lo
único importante, siendo indiferentes las formas.
·
¿A qué me refiero con
el fondo? Meramente, a las propias palabras, las letras que van seguidas una
detrás de otra, intercalándose espacios y signos de puntuación. Me refiero a lo
que quedaría del discurso más apasionado si fuera transcrito a pulcro texto [y
exento de acotaciones teatrales].
·
¿Y qué son las formas?
Por descarte, todo lo demás: las inflexiones tonales, el carácter emocional del
que se impregnan las palabras, la velocidad del habla, la longitud del texto,
la concreción de los términos (bien es cierto que a veces, existen interrelaciones
entre los parámetros de estos aspectos de forma y la calidad del fondo, pero lo
importante está en que no son elementos que intrínsecamente aporten nada a la
calidad de este fondo, al menos en mi sistema teórico).
Creo
que, si bien tendemos a hacerlo en tanto que tonos diferentes cambian nuestra
interpretación de las mismas palabras respecto a la que haríamos al, meramente,
leerlo en texto (p. ej., un tono agresivo estimula nuestra parte más primitiva
y nos puede hacer interpretar como amenaza algo que no lo significa), las
personas no deberían trabajar su tono para evitar que otros se confundan. Ni
quisiera deberían hacerlo en interés propio para poder terminar discusiones (pues
anda que no se me han permitido decenas de interlocutores zanjar su discusión
porque les molestaba cómo hablaba, e incluso cómo escribía [que no lo que escribía]), sino que deberían
poder dedicar todos sus esfuerzos y recursos a trabajar el fondo.
A priori, sin esfuerzo y aprendizaje, nadie o casi nadie es capaz
de controlar cómo dice las cosas. Cada uno tiene una forma de expresarse en
función de factores ambientales y genéticos, sobre los que no tiene control,
que le han modelado la personalidad. Actualmente, muchas veces se pone la carga
del esfuerzo para continuar la discusión sobre quien tiene un tono que no se
adecúa al que, mayoritariamente, se considera correcto en sociedad. Desde ese
momento, por tanto, esa carga no se está poniendo absolutamente sobre las
personas (que claro, como son mayoría con ese tono adecuado socialmente, salen
ganando en tanto que lo que ellos exigen parece revestido de más legimitidad, identificada
falsamente con rigor), que no tienen la capacidad de no verse violentadas por
un tono que no les parece el adecuado.
Los recursos mentales son limitados
Cada
uno tiene unos recursos mentales x. Sean los que sean, equivalen a un 100%. Si
una persona, de forma natural, tiene un tono que se considera adecuado y nunca
se le va a recriminar, podrá dedicar el 100% de sus recursos mentales a pensar,
exclusivamente, en lo que va a decir.
Pero,
si yo, de forma natural, tengo un tono que, más allá de las palabras, que,
recordemos, es lo realmente importante en un contexto racional, no se considera
adecuado, entonces se me va a obligar (si no se aplica mi proposición) a
cambiarlo, y voy a estar pensando no ya sólo en lo que digo, sino en cómo lo
digo. Así, pon que use necesite usar un 25% de mis recursos mentales en tiempo
real a cuidar las formas. Sólo me queda un 75% para pensar en lo que digo. Así
pues, estoy en desventaja competitiva, o, dicho más noblemente, mi idea está en
desventaja competitiva. ¿Qué consecuencias trae esto?
·
Como no me dan los
recursos para hilar todos los argumentos, no puedo llegar a verbalizar algunos
de ellos, con lo que puede llegar a parecer que no hay argumentos suficientes detrás
de mi idea.
·
Dado que en las
discusiones se tiende a interrumpir (algo de lo que tal vez debamos hablar más
adelante), la ralentización de mi velocidad de habla (debido a que estoy
atendiendo más aspectos) causará que, cuando llegue esa interrupción, haya
podido argumentar menos que si hubiera metido más texto por hablar más rápido.
Y así con un argumento tras otro.
·
Todo esto, actuando
en sinergia, puede tener la nefasta consecuencia de que una idea correcta no
pueda llegar a salir a relucir por estar en el cerebro de alguien que está
obligado a cuidar sus formas.
Podría
proponer con humor que, si yo tengo que dedicar una de cada cuatro partes de
mis recursos mentales a pensar en las formas, mi interlocutor suprima la última
de cada cuatro palabras que tenga que decir, para igualar.
A quién corresponde el esfuerzo
Todo
esto debe ser replanteado y cambiar. Ante una incompatibilidad de partes en una
discusión, no se debe forzar a cambiar las formas a quien no tiene unas que no
se consideren adecuadas, sino que se debe instar la mayoría de la gente a
entender el fondo, pasando de las formas, cosa que también se puede lograr
mediante ese esfuerzo y aprendizaje que comentábamos antes y actualmente se está
exigiendo a la otra parte.
¿Y
por qué habría de esforzarse el grupo mayoritario, os preguntaréis? ¿No será
mejor que los que tienen formas molestas se adapten a las consideradas
adecuadas, aun perdiendo debates injustamente por el camino, a que todos los
demás se esfuercen por entender exclusivamente su texto? Pues no.
·
Porque si se hace
esto último que yo considero positivo, la racionalidad sale ganando, y por
ende, todos; pero si continuamos con la primera estrategia, y la gente continúa
amparándose en esa comodidad para zanjar o “ganar” debates, con más o menos
consciencia del método cuestionable que están usando para hacerlo, el escenario
será más negativo que su alternativa, al llegar a triunfar ideas que sólo llegaron
a revestirse de vencedoras por presentarse con formas populares, por
enfrentarse a una idea presentada con formas impopulares, o por una combinación
de ambas.
·
Porque el fondo
expresa las ideas a las que hemos llegado mediante procesos conscientes, es decir:
mediante razonamientos pensantes, con nuestra “voz interior”, digamos, sobre la
que tenemos control. Las formas que nos surgen de manera natural en nosotros
expresan nuestras ideas inconscientes. Sobre las ideas inconscientes no tenemos
responsabilidad. Por tanto, estas no van en sinergia con nuestra teoría global
sobre las cosas y no deben ser tenidas en cuenta, igual que el que las posee no
las tiene en cuenta en sus proposiciones e ideas conscientes, al no conocerlas.
Y qué mejor manera de no conocer las ideas inconscientes de otra parte que no
analizar las formas que las delatan.
No se han de confundir este tipo de pensamientos
inconscientes, para nada reflejados por el fondo y las palabras, con
pensamientos de nuestra teoría global que se quieran ocultar deshonestamente
por ser incómodos, peligrosos, impopulares, etc. Eso va por otro lado: si los
queremos ocultar, es porque somos conscientes de ellos y los hemos pensado. Así
que no, no hay nada interesante en las formas si no hay mentira y/u ocultación
de la verdad de por medio. De ello se hablará de ello luego.
El último “Por qué” se basa en opiniones personales algo
endebles. Aun así, si fallara, con los dos anteriores me sobra.
·
El perjuicio de que
una pequeña parte de la población (la equivalente a los que tienen que hacer
esfuerzo en corregir sus formas) no pueda defender sus ideas durante un periodo
transitorio de “corrección” es mayor que aquel derivado de que una gran parte
de la población (aquellos que tendrían que hacer el esfuerzo de desvincular, en
los discursos ajenos de unos pocos, fondo y forma) no pueda defender las suyas.
¿Por qué? Porque las ideas que se pierden en el primer caso son marginales, es
restar riqueza de puntos de vista; mientras que las ideas de la mayoría, aun
defendidas a medio gas, tienen garantizadas su supervivencia. Y, además, porque
creo que hay una correlación directa entre gente que no cuida las formas y
gente que cuida el fondo como si se tratara de una obra de orfebrería. Y,
recordemos, lo importante es la calidad del fondo.
La única desigualdad
De acuerdo. Si evitas la
desigualdad propia de cercenar recursos mentales a una cierta parte a la hora
de defender sus ideas, y todos utilizan su 100%, te queda una última
desigualdad: el 100% no es el mismo entre todas las partes. Pero:
·
Cabe esperar que si alguien no tiene recursos
para defender una idea tan bien como otro, puede que tampoco los tenga para
llegar a una idea que merezca la pena y sea aprovechable para la sociedad.
Como
ya he dicho, no se trata de ganar el debate por ganar tú, sino que ganarlo con
unas reglas que sólo permiten que se gane si el fondo es cierto hará que
triunfe la verdad, y está, previsiblemente, mejroará la vida de cada uno.
·
Esta desigualdad no la produce mi teoría.
Solo la deja expuesta. La diferencia de talentos con que, arbitrariamente (entiéndase
como “no consensuado”), nacemos, nos afecta en todos los ámbitos de la vida,
este incluido.
·
¿Acaso es la diferencia entre capacidades
algo intrínsecamente malo? Aunque ahora no recuerdo el nombre, hay una novela
que narra una sociedad que, buscando el extremo de la igualdad, cercena el
talento de los que lo tienen por nacimiento. Esa novela es una distopía. Por algo si hoy
día se hace algo así en nuestra sociedad es maquillándolo.
En
mi sistema teórico, las ideas que permitan la felicidad y el progreso no sólo a
pesar de las desigualdades de capacidad innatas, sino aprovechándolo, podrían
progresar. En el actual, nos enquistamos en ideas mediocres que no garantizan
esto porque buscan una homogeneidad inútil, si no negativa: la de las formas.
Punto por punto
Una
vez explicado por qué las formas no han de importar, por qué el fondo lo es
todo, sólo me queda demostrar cómo, efectivamente, y en consecuencia con mi
teoría, las acusaciones que se me vierten sobre mi tono no son ciertas: no utilizo
el tono como recurso para tener razón per
se, no me parece honesto, no forma parte de la dirección en la que quiero
que vayan los debates y tampoco es que sepa hacerlo (al menos, conscientemente).
Vamos a desgranar las acusaciones iniciales. Brevemente, eso sí, que me estoy
cansando.
·
Hablo demasiado rápido/
mis intervenciones son demasiado largas/no doy tregua ni pizca de razón.
El
punto “La última desigualdad lo resuelve”. ¿Acaso he de darme un golpe en la
frente para que me salga hablar más despacio (porque prefiero golpearme que
forzarme deliberadamente a ralentizar mi discurso sabiendo que podría decir
mucho más)? Lo mismo aplica para autoboicotearme y no decir todo lo que tengo
que decir, ceder artificialmente en una de cada dos cosas en las que esté en
desacuerdo con mi interlocutor, etc.
·
Mi entonación o
palabrería suena, según el momento y el denunciante, y combinándose a veces
varios de estos rasgos, paternalista, soberbia, repetitiva, pretenciosa,
agresiva.
Si
estoy absolutamente concentrado en lo que digo, no tengo control sobre cómo
suena mi voz. Además, como hemos visto, eso no es relevante, y menos aún debe
ser utilizado como un recurso para malinterpretar las palabras o buscar subtextos
inexistentes.
·
Siempre opino lo
contrario de lo que se me plantea.
Como
habéis visto, en mi idea de discusión no se parte de la pretensión de estar en
desacuerdo. Simplemente, el desacuerdo suele estar ahí. Si alguien, tras leer
este texto, opina exactamente lo mismo, no me voy a currar otro texto con otra
opinión sólo para poder diferir: se lo agradeceré y me alegraré porque me hará
pensar que mis probabilidades de tener razón aumentan.
Del
mismo modo, tendemos a quejarnos de que “el otro” opina siempre lo contrario que
nosotros mientras ignoramos que eso literalmente significa que, en
consecuencia, nosotros también. Tal es la naturaleza de los contrarios: que son
contrarios entre sí.
·
No doy consideración
a los relatos personales.
Comparados
con la estadística, no. De nuevo, esto puede parecer de un tono soberbio o insensible.
Me da igual por todos los motivos anteriores. Es más: me importa mucho que me de
igual.
·
Utilizo demasiado el
recurso de pedir no ser interrumpido.
No
voy a desarrollar demasiado aquí lo que pienso de las interrupciones aplicadas
al debate, al menos por el momento. Simplemente diré que, en pos de la razón y la
confrontación rigurosa de ideas, que, recordemos, es lo positivo, es preferible
aprender a memorizar lo que queremos responder para poder soltarlo cuando el
otro acabe que sentar un precedente de incontinencia verbal.
Por
otra parte, ¿cuántos contraargumentos hemos perdido la oportunidad de dar
porque, al interrumpir a nuestro interlocutor a medias de su exposición, no le
hemos dejado llegar a la parte que nos los habría inspirado?
Apéndice
Aunque
a raíz de lo expuesto previamente, pueda parecer que no, sé que vivimos en la
realidad. Sé que esto que he planteado peca de excesivamente teórico en el
mundo terrenal. Sé hablar con perfecta normalidad, me dejo interrumpir en
ciertas ocasiones y a veces caigo yo en hacerlo.
Hay
gente pragmática hasta el punto de limitarse a experimentar el presente. Otros
viven, por diversas patologías, en mundos imaginarios. El grueso de la
población se agrupa en un término medio: tenemos una disonancia cognitiva, más
grande o más pequeña, pero siempre limitada, entre cómo vemos que son las cosas
y cómo queremos que sean.
La
pequeña cantidad de absurdo, la pequeña dosis de incoherencia, que nos
permitimos diariamente al actuar un poquito como si estuviéramos en el mundo
que queremos, aún siendo más eficiente adaptarnos absolutamente al mundo
que tenemos, es la palanca del cambio. Que yo haya desgranado aquí,
hasta la extenuación, un escenario ideal, no significa que no me adapte a las
circunstancias: simplemente trato de ser el primero en actuar como en mi
sistema ideal (y, de este modo, empujar las tendencias hacia este) cuando estoy
en unas circunstancias que me permiten hacerlo sin que el perjuicio por no
adaptarme sea demasiado grande (cada uno tiene su idea de qué es un perjuicio “grande”:
yo tengo bastante aguante): con amigos, con familia, en clase y poco más.
Esta
idea del fondo como única cosa importante y, por tanto, de la irrelevancia de
las formas, sólo tiene sentido si partimos de tratar de mi definición de “discusión”.
Tiene que ir todo en sinergia. Si estamos en un entorno en que las discusiones
son interesadas y no tratan de llegar a la verdad, y, en consecuencias,
utilizan falacias bien camufladas y conscientes, engañifas, etc., las formas SÍ
que aportan información de las verdaderas intenciones y pensamiento de las
partes.
Si
alguien presume de sincero y honesto en un contexto en el que de salvar su
tesis, o adaptarla a la de la mano que le da de comer, depende su sueldo,
éxito, bienestar o reputación, lo mínimo que se puede hacer es desconfiar.
Si os quedáis con ganas, por otra parte, de más justificaciones de la necesidad de ser bien concreto y exhaustivo en el fondo, lo tenéis bastante bien explicado en esta entrada de 2017: http://nlohp.blogspot.com/2017/04/el-lenguaje-y-su-relacion-con-la-vida.html?m=1
Si os quedáis con ganas, por otra parte, de más justificaciones de la necesidad de ser bien concreto y exhaustivo en el fondo, lo tenéis bastante bien explicado en esta entrada de 2017: http://nlohp.blogspot.com/2017/04/el-lenguaje-y-su-relacion-con-la-vida.html?m=1
Espero
impresiones y me disculpo por la excesiva longitud de mi intervención. ¡Hasta
más ver!
P.D.: No lo he releído.
P.D.: No lo he releído.