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14/8/20

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Por qué (de momento) no entro en política

1. Introducción

Varias veces, tras intensos debates, se me ha dicho que por qué no entro en política, por qué no empeño mi vida como concejal, diputado o cualquier profesión de esta naturaleza. La pregunta tiene todo el sentido del mundo si partimos de la premisa, totalmente subjetiva, de la que parte la gente que me lo pregunta: que lo que opino y proclamo tiene sentido y que la defensa y aplicación de tales ideas podría ayudar a mejorar las cosas a través de la política. Sin embargo, mi respuesta suele ser un no moderadamente rotundo: no tengo pensado entrar en política. Incluso dejando de lado los motivos prácticos (por ejemplo, que no estoy estudiando para ello sino orientándome a la música), hay una larga serie de argumentos que refuerzan mi negativa. Y voy a contarlos, no porque el hecho de yo que entre o no en política o los argumentos que tenga para ello sean interesantes o necesarios de saber para nadie, sino porque estos argumentos pasan por una serie de explicaciones y abordan unas realidades que sí considero interesantes y, en algunos casos, preocupantes.

2. Cómo se llega arriba en política

Dos cosas básicas son necesarias para predominar en el competitivo esquema político: capacidad de difusión y proclamas atractivas. Estos dos elementos se necesitan el uno al otro y se retroalimentan con sorprendente sinergia.
Como regla general, el político tiende a buscar que su mensaje llegue al máximo número de personas, pues, dado que todo el mundo puede votar y todos sus votos valen igual, y aunque en ocasiones se busque reforzar el apoyo de ciertos colectivos concretos, el político tendrá incentivos para tender a buscar el máximo de votantes posible, aún en otros sectores, pues cada potencial votante perdido (y no digamos captado por la oposición) supone una pérdida de representatividad, maniobrabilidad, escaños, capacidad legislativa e incluso legitimidad percibida para el político que quiera iniciarse, mantenerse o ascender.
El problema es la heterogeneidad de los individuos que componen la sociedad. Transversalmente a toda ideología y cosmovisión, tenemos personas más o menos inteligentes y más o menos informadas sobre la realidad. Si hago una campaña, un discurso, una rueda de prensa, en definitiva, cualquier acto de comunicación, pensado para los más inteligentes y/o formados, estaré excluyendo a aquellos por debajo del corte. En cambio, si mi mensaje está adaptado para el entendimiento de los más ignorantes, esa comunicación les llegará a ellos y también a los que estén por encima en conocimientos, capacidad de razonamiento, pragmantismo, capacidad de detección de la propaganda, etcétera. En definitiva, y exclúyase esta simplificación de toda connotación capacitista: si hablas para listos sólo te entienden los listos, y si hablas para tontos te entienden todos. En consecuencia, existen incentivos para sostener discursos simplistas, prejuiciosos, intuitivos y probablemente incorrectos, dentro de los límites que aún marcan la excesiva vergüenza ajena, los esporádicos destellos de lucidez, la ingenuidad comunicativa o los delitos de odio. Como ejercicio para comprobarlo sólo basta entrar en las cuentas de Twitter de nuestros políticos contemporáneos o escuchar un fragmento de sus intervenciones en el Congreso olvidando un momento el contexto, centrándose sólo en el contenido y la forma. ¿Es esto lo que esperamos oír cuando alguien, supuestamente, habla de política? Hágase el mismo ejercicio con los anuncios de la televisión, por ejemplo: ¿no están casi todos revestidos de un aire infantiloide? ¿No seríamos la mayoría capaces de entender un anuncio muy por encima del nivel ese? Sí, pero ese hipotético anuncio no estaría captando toda su potencial clientela.

3. Ignorancia racional

A este incentivo a la ignorancia se añade la llamada ignorancia racional del votante. Este término fue acuñado por Anthony Downs (econocmista estadounidense) el siglo pasado en un tratado de ciencia política, y ha sido sostenido por numerosos teóricos políticos y economistas posteriores. La teoría de la ignorancia racional sostiene, resumiendo, que hay ciertas coyunturas en las que permanecer ignorante es la decisión percibida como más eficiente, dicho de otro modo (y en jerga muy económica): que el coste de adquirir nuevo conocimiento supera a los beneficios que esto traería consigo. No sólo es válida para política, y en este sentido, voy a empezar por un ejemplo de la misma Wikipedia, y cito textualmente:

    "Consideremos a un empresario que debe elegir entre dos o más candidatos que se ofrecen a completar una tarea por 10€/hora. El tiempo que cada candidato necesite variará dependiendo de la habilidad del candidato, por lo que al empresario le interesa contratar al trabajador más rápido. El coste de un día adicional de entrevistas para ese empresario es de 100€. Si el empresario ya sabe que los candidatos completarían el trabajo en un rango de entre 95 y 105 horas, la decisión racional sería escoger al candidato en función de un proceso más simple que un día de entrevistas (con un coste fijo de 100€), por ejemplo, lanzando una moneda."

Tenemos aquí un claro caso de cómo permanecer ignorante es más rentable, más racional. Igual que antes he saltado de política a marketing en tanto que tienen el concepto de captar clientela en común, ahora puedo pasar del mundo empresarial a la política en tanto que tienen el concepto de los costes de informarse en común.
¿Cuál es el coste de votar con rigor, de acuerdo a las ideas de uno? ¿Cuál es el coste de ser un votante no ignorante? Bien: idealmente, hay que informarse del programa político de cada una de las opciones, si es que no nos queremos dejar llevar por prejuicios o terceras fuentes; hay que revisar el cumplimiento histórico de los programas por parte de cada partido; hay que estudiar teoría política y económica para asegurarse de que las medidas que a priori nos gusten sean realmente las que tendrán el efecto que deseamnos, hay que suponer los pactos que nuestro partido hará con otras formaciones políticas, si cumplirá su palabra de pactar o no con unos u otros, y qué consecuencias tendrán estos pactos o no pactos, en qué alterará el programa de Gobierno, y si nuestro partido será útil en caso de no ser Gobierno sino oposición, pasando a merecer más la pena votar otro que tiene mayores probabilidades de ganar. Hay que sopesar en lo más hondo de nuestro ser si votar a un partido incipiente es un impulso o es realmente necesario, si la experencia cuenta más que la intención o no, si conviene arriesgarse a dar el voto a ese partido que está en el limbo para quedarse fuera de todo escaño o si está bien o no votar al típico partido que nunca saca escaño sólo para mantenerlo vivo de cara a un futurible. Hemos de considerar la opción de la abstención y la eterna cuestión de si habrá arrepentimientos, pero también si los habrá en caso de haber legitimado al sistema por medio de emitir un voto, o si este es el mal menor dado que iniciar un movimiento por una abstención generalizada sería un proyecto inútil al que nadie se sumaría, un granito de arena al que no parece que vayan a añadirse más. Hemos de ser honestos y tener en cuenta si las políticas que queremos potenciar son realmente buenas o sólo son las que en principio nos seducen, o si está bien escoger esto que sé que a mí me va a beneficiar pero a mi vecino pensionado le va a perjudicar, o pensar qué derecho tiene ese vecino a que yo le ayude a sacar adelante un partido que le ayudará a él pero previsiblemente me perjudicará a mí como estudiante, por ejemplo. Hemos de pensar si acaso es correcto votar como herramienta para imponer a los demás la moral que nos gusta o si deberíamos seleccionar con más pena que gloria la opción menos intervencionista, pero también si hacer esto sería dejar vía libre a los intervencionistas de moral contraria, con lo que conviene más un voto preventivo por nuestra moral para contrarrestar. Nos debemos plantear si merece la pena votar a quienes no nos gustan nada sólo por dar un toque a quienes nos gustan pero últimamente lo están haciendo mal y si no se nos irán de las manos las consecuencias de votar así, para lo cual deberemos suponer cuánto va a durar la legislatura y cómo podemos influir en esa duración.
Tal es el coste, y me dejo muchas cosas. Hay que invertir mucha sesera, hay que ser dolorosamente honesto, hay que cuestionarse todo y formarse frente a la propaganda y los prejuicios. Y, en nuestras democracias representativas, se nos pide que hagamos todo esto por la infinitesimal probabilidad de que el nuestro sea el voto decisivo que justamente decante el escaño decisivo para la suma necesaria y decisiva que termine conformando justamente el Gobierno decisivo. Si echamos cuentas, el coste de informarnos y pensar para votar de forma no-ignorante es claramente superior al potencial y extremadamente improbable beneficio. A esto se añade un beneficio de votar sin informarse que termina por extremar la desgana por ser un votante informado. Algo que todos intentamos negar pero está ahí en la mayoría de casos: el simple placer derivado de autoafirmarse en lo que pensamos, de proclamar nuestro voto con tranquilidad a nuestro grupo de amigos, de evitar sentir el abismo de que hay cosas que desconocemos, de dar al cerebro lo que siempre pide: certidumbre. Esta razón es una fuerza poderosa.
Y con todo esto, la desgracia está asegurada.

Probabilidad de sentir placer al votar lo que, desinformadamente en mayor o menor grado, me pide el cuerpo: 100%.
Probabilidad de ser el voto decisivo: prácticamente 0%.

Conclusión: dame placer instantáneo, que el Gobierno no lo ha visto nadie.

4. Corrupción del político por su propio mensaje

Tenemos hasta ahora sobradas pruebas de que los mensajes que se han de emitir deben ser simplistas y, por ende (pues las cosas son de gran complejidad), incorrectos e inadaptados a la realidad. Pero ¿acaso se podrían arguir estos mensajes para ganar unas elecciones, por ejemplo, pero teniendo la secreta intención de aplicar políticas mucho más beneficiosas y complejas? Lo veo muy difícil.
En primer lugar, la gente acusaría más el incumplimiento de lo dicho que lo que repararía en el potencial beneficio de las inesperadas medidas.
En segundo lugar, se estaría legitimando la mentira en política a escalas titánicas, más aún que ahora.
En tercer lugar, suele coincidir que las medidas complejas y efectivas son largoplacistas y al principio parecen oscuras maniobras de lobbies e intereses económicos o políticos sin alma. Los votantes, de motu propio o convenientemente instrumentalizados por la oposición, acabarían deteniéndolas y escogiendo, sin saberlo, las peores opciones para ellos.
En cuarto lugar, los políticos aún son seres humanos. Homo Sapiens. Y hasta los más tecnócratas actúan en parte movidos por su naturaleza. La naturaleza humana permite ser muy contradictorio, pero hay un momento en que esto llega a su límite. Además, una cosa es ser contradictorio contraponiendo ideas distintas (las defendidas y las hechas), pero otra es sumarle el hecho de ser contradictorio en niveles de complejidad. No se pueden decir eternamente tonterías simplistas cada día e irse a dormir cada noche repasando en soliloquio qué es incorrecto de lo que hemos dicho, qué mentiras hemos soltado y qué argumentos son los que debemos recordar secretamente para no olvidar que lo que decimos es una simplicidad falsa. Primer ingrediente: la política es competición, y los discursos más atractivos y simplistas triunfan más fácilmente. Segundo ingrediente: generalmente, quienes se creen lo que dicen son más capaces de comunicarlo y convencer con su tono y pseudorazonamientos, que no han de configurar mientras esquivan lo que les lleva a ver su incorrección, sino que tienen ya en su cabeza mal aprendidos porque los creen los correctos. Resultado final: tenemos un sistema que no sólo incentiva que los líderes políticos comuniquen mensajes simplistas e incorrectos, sino que además se los crean. Y más es así cuanto más se quiere ascender en política, es decir: más son así los que más capacidad de legislar tienen, pues, si quieres ascender, has de convencer. Los partidos políticos son máquinas de destruir talento, y su mera forma de ser hace que quienes los lideran sean, por regla general, inútiles en el mejor de los casos.

Probablemente Irene Montero realmente crea que todo lo malo que le pasa a las mujeres les pasa porque lo son, que el hecho de que una mujer se tropiece una tarde en el salón de su casa viene de alguna manera de la cultura heteropatriarcal y, sin embagro, que el hecho de que un hombre viva varias años menos sea meramente biológico. Probablemente Santiago Abascal crea realmente que todos los independentistas catalanes son violentos enemigos de la ley y el orden, que todos los republicanos estamos instrumentalizados por una izquierda que, asociada con George Soros y Bill Gates, domina el mundo e instaura un Nuevo Orden Mundial progre. Probablemente Hitler realmente creía que los judíos no merecían ser calificados como personas. Sólo así pudo ser tan convincente: porque primero se convenció a sí mismo.

Voy a citar un fragmento de 1984 que habla de cómo el protagonista ha de adaptarse a las incoherencias y la impresionante posverdad que impone el Partido en su mundo distópico:

    "Se planteaba proposiciones como éstas: «El Partido dice que la tierra no es redonda», y se ejercitaba en no entender los argumentos que contradecían a esta proposición. No era fácil. Había que tener una gran facultad para improvisar y razonar. Por ejemplo, los problemas aritméticos derivados de la afirmación dos y dos son cinco requerían una preparación intelectual de la que él carecía. Además para ello se necesitaba una mentalidad atlética, por decirlo así. La habilidad de emplear la lógica en un determinado momento y en el siguiente desconocer los más burdos errores lógicos. Era tan precisa la estupidez como la inteligencia y tan difícil de conseguir."

Nuestro protagonista acaba muy mal por intentar doblepensar de esta manera. Un doble pensamiento que es insostenible en el tiempo, condenado al colapso, y que se ha de decantar, finalmente, por el rigor o por la supervivencia.
Aquí ocurre lo mismo. A la larga, como político, te has de decantar bien por el rigor fuera de política, bien por el simplismo dentro. No podrás mantener ambas realidades en tu cabeza toda la vida

5. Ya se empieza mal

De entrada, hay dos formas de empezar en política: en un partido nuevo o en uno existente. En ambos nos enfrentamos a todo lo dicho anteriormente: la simplificación obligatoria del discurso para que este llegue y la paradoja por la que, cuanto más se puede hacer, peores cosas se harán. A esto se añade un nuevo problema en cada caso.
Si se hace un partido nuevo, esto tiene inherentes y claras dificultades, entre ellas la necesaria inversión en tiempo y dinero. Además, se necesita más capacidad de difusión que si ya se está asentado, y ¿cómo se obtiene esta? Ya lo hemos visto. Aquí los efectos perniciosos de la comunicación política se potencian.
Por otra parte, queda la opción de entrar en un partido ya existente, al menos para empezar tu carrera política. Si los partidos, las empresas, las grandes entidades, en general, fueran personas, serían psicópatas. Trabajan la incoherencia, la manipulación para conseguir sus propios intereses a unos niveles de desvergüenza que un ser humano sano se autocontendría de ejercer. Sin embargo, sumergidos en un aparato mayor que nosotros, es fácil ser una parte de ese entramado sociópata y olvidar que contribuimos a perpetuar una forma de actuar, de legislar y de hacer política que, al menos en mi caso, no creo la mejor. Es decir, que desde el momento en que entras en el juego has de jugar a él y, de nuevo, este doblepensar no se puede mantener eternamente, teniéndote que resignar a decantarte por quedarte dentro sin rigor o fuera con rigor.
Pongamos que entro en política como concejal de mi ciudad por el partido que menos me desagrade y que, en rueda de prensa, se me pregunta por una medida que tal partido defiende pero con la que no estoy de acuerdo. De mí se espera que la defienda, pero ¿qué espero yo mismo de mí? ¿A qué vine a la política? ¿Cuándo será el momento óptimo para opinar libremente, contribuyendo a difundir las ideas que considero positivas para la sociedad? Nunca lo será, aunque uno de los peores parece este, siendo un político incipiente de poca altura. Si me pongo quisquilloso con una medida del partido, lo normal será que al día siguiente esté en la calle. Sólo puedo bien utilizar mi rango de acción para promocionar algo que no quiero o bien promocionar lo que quiero sin rango de acción. Es una situación harto complicada en la que se debe estar sólo para poder, de vez en cuando, impulsar algo que nos guste, y eso con suerte. ¿Y es ese un motivo suficiente por el que entrar en política, si al fin y al cabo ya iba a haber alguien que de vez en cuando haga algo que nos guste sin necesidad de entrar? Es más que nada, pero ya se está haciendo más que nada. Adicionalmente, si yo, por ejemplo, empezara a militar en un partido, tendría que borrar u ocultar mis opiniones de este blog y de Instagram, pues me meto con todo el mundo. ¿Ese es el ideal que quiero promocionar desde la política? ¿La censura?


6. Ni siquiera imaginando

Aún en el fantasioso supuesto de que, de la nada, se me permitiera de pronto dar un discurso a nivel nacional, con una amplia capacidad de difusión (televisión, radio, etcétera) sin haber sido aún corrompido por los incentivos actuales de la política, sino empezando de cero, y explicando a los votantes la paradoja del votante racional, por ejemplo, para que supieran ponerla a raya y no aplicarla conmigo, así como todas las inquietudes que reflejo en este texto, mi carrera política probablemente terminaría allí mismo si hablara como normalmente lo hago (y si no lo hiciera así sino siendo tan simple en mi discurso como el resto, ¿para qué quiero este ejercicio imaginativo?). Más de la mitad de los espectadores verían que estoy soltando un tostón y cambiarían lo que están escuchando. Aún habría una forma de convencer a muchas más personas con ese discurso complejo e intrincado: estableciendo una relación con cada potencial votante, puerta por puerta, convenciéndoles, contraargumentándoles, personalizando las explicaciones para cada uno. Esto, a no ser que hablemos de un pequeño pueblo, es sencillamente irrealizable. Por no hablar de la cantidad de gente que, de forma generalista o puerta a puerta, se tomaría mal que les expliques que es muy probable que sean votantes ignorantes, que son humanos que se dejan llevar por sus impulsos, que no son autohonestos, etc. En el segundo caso, y por mucho respeto con que lo plantee y mucha adaptación a cada uno que aplique, muchos aún me cerrarían la puerta en la cara.
Lo mismo se puede decir de un supuesto en que, por ejemplo, habiendo llegado al estrado del COngreso de los Diputados como presidente del Gobierno, ocultando durante años mis verdaderas ideas, pisoteando al resto para poder ascender y cayendo en simplismos y falacias para estar donde estoy, pero sabiendo que todo eso era unm edio para lograr algo mejor, y menteniéndome, en el fondo, incorruptible, llegara al estrado y empezara a decir que todo era mentira. O empezara a revelar medidas que no fuera populares o parecieran fáciles y agradables. Si intentara explicar cómo subir un impuesto va a acabar siendo mejor, otro llegaría y diría que va a bajar impuestos y a pesar de ello conseguir que la gente tenga más dinero en el bolsillo, y lo votarían. Si intentara explicar que voy a reformar las pensiones para establecer un sistema mixto que a priori parece peor pero, tras un esfuerzo inicial, nos sacará de la estafa piramidal del sistema puramente público, otro llegará y dirá sin necesidad de demostrarlo (y es que no puede) que hará viable lo inviable sin que nadie pierda dinero por el camino y sin aumentar la deuda, y mis votantes me dejarán a mí para votarle a él. Mayormente no importa tener razón, importa vender.
Aún en el supuesto de que contara con el apoyo para llevar a cabo mis medidas, habría necesitado vender tanto mi alma para estar donde estoy, debería tantos favores, dependería de tantos factores no tan oficiales e idílicos, que no tendría el suficiente margen de actuación. A ello se añade que un presidente en España no tiene demasiada capacidad legislativa, y que todos los ministros comparten el poder de decisión con él. Si sorpresivamente diera la nota con un discurso honesto repentino, ellos serían los primeros sorprendidos, a no ser que todos ellos también formaran parte de la fantasiosa conspiración que estoy pintando, en cuyo caso sería fácil que alguien hubiera desertado o se hubiera ido de la lengua. A ello se suma la codecisión con la Unión Europea y las instituciones como la Corona que, implícitamente, ejercen influencia.

7. La curva de la comunicación

Mirad ahora el siguiente gráfico cutre de mi invención que he hecho en Word para explicar cómo lo siento yo.



El eje horizontal representa el rigor en el mensaje, todo aquello que enriquece lo que decimos y cómo actuaríamos de poder aplicar tal mensaje. El eje vertical simplemente se refiere a "más/menos" en una medida subjetiva. La línea azul continua marca la capacidad del mensaje de difundirse entre los potenciales receptores, de calar en ellos, de lograr su aprobación; y la roja discontinua, lo verdaderamente cierto que es nuestro mensaje conforme lo acotamos más y más, lo que he venido a llamar "efectividad". En el caso de la política, a más efectividad, más conseguiríamos nuestros nobles ideales de aplicar el mensaje tal cual lo describimos. Para la efectividad hace falta rigor. Y, como se ve, el pico de difusión se produce antes de que el mensaje sea del todo riguroso.
 
Ahora, marquemos cinco puntos en el gráfico:

 

1. No hay longitud ni precisión, es decir: no hay mensaje. Por tanto, tampoco hay un mensaje que pueda ser efectivo.
2. Empieza a perfilarse una idea, pero aún es tan simplista que, por lo general, produce rechazo por este motivo. Aún así, gana cierto público que puede ser gente ingenua o con poca formación política o capacidad lógica.
3. Idea que, sin llegar a ser cierta, obtiene el máximo de receptividad posible. No es extremadamente simple, pero tampoco alcanza todo su esplendor explicativo ni es pormenorizada en su aplicación. No es lo que más conviene, pero sí lo que más se apoya.
4. La idea es algo más correcta formalmente, pero la pereza que da comprenderla, la ignorancia racional, la crítica fácil de la oposición, etc., comienzan a quitarle público.
5. Este es el otro extremo: la idea es tan compleja y personal que nadie hará el esfuerzo de entenderla y, por tanto, nadie la legitimará para aplicarla. En consecuencia, tiene el máximo rigor pero cero difusión.

Ahora mira el gráfico y dime: ¿a cuánta longitud, precisión, autohonestidad y rigor en lo que piensas estás dispuesto a renunciar para que tu mensaje llegue? ¿Pasarás, a lo mejor, del 5 al 4? ¿Te atreverás a pasar del 4 al 3 si necesitas arañar unos pocos votos más? Y si finalmente lo haces, ¿acaso será este el mismo mensaje todavía, o será, por el contrario, una idea simplificada para una realidad simplificada y de consecuencias totalmente diferentes si se aplica? ¿Para qué difundirlo, entonces? ¿Y en qué número crees que están los políticos ahora?

Creo que, además, esta gráfica es diferente según el ámbito en que nos movamos. Por ejemplo, respecto a la acogida del mensaje de una conferencia en un congreso médico, podría ser algo así:

 

No existen tantos incentivos para que triunfen los simplismos. Es más: se va buscando el conocimiento, aún pagando el precio de devanarse los sesos para entender lo que se dice. Sin embargo, en el 5 sigue sin haber difusión porque hay demasiadas asunciones que el conferenciante hace sobre lo que conocen los demás, y estos expuestos al mensaje no son capaces de procesarlo sin tirar de prejuicios para tratar de hacerlo tan rápidamente. Todo es parametrizar los valores rojo y azul y ver si esto es realmente así.

8. Epílogo

Pero volvamos a la política. ¿Por qué he titulado esta entrada "Por qué no entro en política (de momento)"? Porque últimamente estoy llegando a la conlcusión de que abandonar el 5 y acercarse al 4 puede tener sus ventajas y ser algo más útil, marginal y ligeramente más útil, que permanecer en el 5 con ideas perfiladísimas pero sin capacidad de acción ninguna.
Pero eso requerirá aún de mucho soliloquio y explicaciones públicas posteriores, con lo que queda para otra ocasión.

8/8/20

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Por qué no soy (del todo) liberal


GYUB Bandiera Cantiere I Specifically Requested The Opposite of ...

1. Introducción

Empezaré esta entrada dando una definición general del liberalismo. Lo definiré en su concepción ideal como sistema político-económico. Es decir, no entraré en su aplicación real ni mucho menos en las tendenciosas y extremadamente sesgadas acepciones que se dan al término en el debate actual. Por ello, ruego al lector que se abstenga de interpretar esto como una propaganda a favor de este sistema. Todos sabemos que las concepciones ideales no se cumplen, pudiendo llegar a sonar irónicas. Pero necesito ir a la raíz del término, a casi su principio fundacional, y si lo voy a hacer, es para someterlo a crítica más tarde.

El liberalismo es un sistema político-económico que trata de colocar al individuo en el centro de sus prioridades, en el punto de partida a partir del cual surgirá todo el sistema de ideas de esta doctrina. Se entiende al individuo como un sujeto, y no un objeto, de derecho, con licencias frente a lo colectivo, y no con obligaciones para con esto. De esta concepción de cada persona como libre parte que cualquier asociación de personas (familia, ciudades, Estado, empresas, clubes de golf) debe conformarse por libre asociación y siempre con posibilidad de desasociación como mecanismo básico para garantizar que la agrupación en cuestión sólo existe y tiene valor en tanto es útil para cada uno de los individuos que la conforman, y no por sí misma.
Diferentes teorías políticas han centrado en variopintos valores su prioridad, su punto a partir del cual se construye todo lo demás. Unas parten del bienestar, otras de la igualdad, unas del respeto a la voluntad de la mayoría y otras de la satisfacción de los deseos de una oligarquía (monarquías absolutistas, dictaduras, etc.); otras han partido de la religiosidad o la permanencia de la nación, y tenemos nuevas teorías que ponen en el centro la conservación de la naturaleza o la igualdad porcentual de mujeres, hombres, estratos socioeconómicos y grupos étnicos en todo sector laboral. El liberalismo, por su parte, pone la libertad de cada individuo en el centro, pero si lo hace no es por una cuestión moral. No escoge libertad como otros escogerían igualdad porque sus ideólogos gusten más de ver una sociedad libre que una igualitaria, ni porque no le guste ni le dejen de gustar otros valores, ni porque consideren la libertad el más supremo valor humano y aquel con base en el cual se ha de hacer vivir a todos: lo escoge en tanto esta libertad individual es la única condición que permitiría que cada ser humano desarrollara su proyecto de vida en base al valor que prefiera. Es decir, el liberalismo no escoge un centro moral al que orientar su teoría, siempre violentando los deseos de quienes deseen otro centro o teniendo que manipular a la sociedad para que desee el suyo, sino que se constituye como teoría amoral dentro de la cual puedan florecer todas las demás siempre que sea una decisión libre pertenecer a ellas.
El liberalismo busca conceder a cada individuo esferas iguales de libertad que alcancen el máximo tamaño posible justo anterior a invadir las esferas del resto. De esta libertad individual surgen muchos de los mecanismos que hoy (si bien han sido y son continuamente modificados y deformados, incluso amenazados) siguen esbozando las sociedades occidentales: igualdad ante la ley, libertad de asociación (y desasociación), propiedad privada (entendida como la libertad de acción extendida al mundo material), autonomía contractual, libre mercado (como suma de la propiedad privada y la libertad de asociación), etc.
Todas estas condiciones surgidas permitirían crear, en una sociedad liberal, numerosos experimentos político-económicos, siempre que sus miembros estuvieran de acuerdo con pertenecer a ellos. Podría crearse una comuna dentro de la cual la repartición de bienes producidos fuera absolutamente igualitaria. Podría hacerse una asociación de personas que crearan su propio ente público que repartiera a cada cual según sus necesidades y recaudara de cada cual según sus capacidades. Podría constituirse un grupo que viviera al margen del resto de la sociedad y se dedicara a vivir como en el Neolítico sin emitir un hálito de dióxido de carbono o una asociación que sólo permitiera entrar a los blancos en ella cuando hubiera un número de zurdos del 50%, o del 80% si así lo dijeran los estatutos.
Que todo esto pueda crearse no garantiza que la repartición absoluta de bienes vaya a ser útil, que la asociación hiperestatal vaya a generar bienestar o que la entrada por cuotas sea sostenible, pero eso es problema de quienes tienen fe en esos modelos y los llevan a la práctica, no del sistema que permite que se lleven a cabo y que no puede luchar contra la realidad. Todos estos modelos descentralizados competirían entre sí y se podría ver cuál acaba siendo más eficiente según tus propios valores.

2. El problema de la concepción liberal de la libertad

A priori, y praxis aparte, toda esta tesis parece bastante correcta. Demos igualdad jurídica a las personas, dejemos que compitan entre sí por aplicar sus proyectos de vida, que busquen la manera de satisfacer sus deseos sin injerencias ajenas, que se asocien libremente en los intereses en que converjan y constituyan empresas, hospitales, escuelas y clubes de golf. Eliminemos del Código Penal los llamados "crímenes sin víctima", como el consumo de drogas, en los que el Estado condena a quien libremente decide consumir estupefacientes, buscando con ello imponerle el modo de vida que este Estado considera correcto, y no respetando los planes de vida de este individuo que habría de ser sujeto de derecho frente al Estado conculcador de sus libertades.

Sin embargo, hay un pequeño detalle que agua la fiesta liberal: que la libertad no existe. He explicado esta radical afirmación en ocasiones anteriores, más concretamente en la entrada “La libertad no existe”. Daré por hecho que quien siga escuchándome en esta opinión sobre el liberalismo lo hará bien porque ya está de acuerdo conmigo en la no existencia de la libertad, bien porque ya leyó o escuchó mi opinión sobre esto. Si no se ha escuchado, luego no quiero llantos, pues parto de un axioma que ya me he molestado en explicar y cuyo argumentario no quiero también repetir aquí porque sería extremadamente redundante. 

3. Estamos obligados a escoger condicionantes

Así pues, asumamos la tesis de que nuestros actos son siempre una consecuencia del entorno combinado con nuestra genética, que las leyes de la física predefinen el comportamiento de nuestro sistema nervioso, que es lo único en nosotros que lleva a ejecutar actos, y que al ser todo determinista y no enfrentarnos a alternativas, lo que hacemos no se pueden considerar “decisiones”. Retomemos, pues, el liberalismo.

Si eliminamos o reducimos el control de lo colectivo, especialmente del Estado, en una idealización de una sociedad liberal, ¿no es eso acaso derivar los factores que influyen en nuestra conducta del Estado al, en el mejor de los casos, entorno no controlado, a aquel contexto ante el que cerramos los ojos para sentir una falsa sensación de libertad y autonomía, casi diría, modulada por la evolución, aunque ahora la estemos desmontando? ¿Cuáles son los argumentos por los que esa falsa libertad vale más que una eventual planificación estatal, privada, lo que sea, que no cierre los ojos a los factores que determinan nuestra conducta y necesidades y los modele para lograr una mayor satisfacción vital, por muy deprimente que suene?

Si tuviera que responder a esta última pregunta, hoy por hoy diría que hay muchos factores que hacen conveniente defender esta falsa libertad, y luego los desgranaré. Sin embargo, ninguno de ellos hace menos chirriante que la doctrina liberal parta de un supuesto falso y lo siga defendiendo en los mismos términos que cuando aún no nos entendíamos a nosotros mismos como algoritmos de decisión sujetos al entorno sino como entes autónomos. Hace tiempo que no se vota, en general, pensando en quién va a dejar a una sociedad libre, sino en quién va a usar el poder cedido al Estado para crear la sociedad que yo quiero. No quiero con esto centrarme en el poder cedido, ni en el Estado, que también, sino en cómo ya no se piensa en libertad (aunque la palabra, obviamente, se siga utilizando), sino en cuál es el mejor condicionamiento. El liberalismo nació cuando aún creíamos mayormente en el libre albedrío, pero el conocimiento sobre el ser humano avanza y la teoría liberal se está quedando atrás. Quizás es bien cierto que la palabra "libertad" sigue generando atractivo, y que la explicación de la teoría liberal se volvería extremadamente compleja y poco marketiniana si el relato tuviera que hacer todas estas aclaraciones previas a la hora de mentar el término "libertad individual" ya sin culpa o incluso buscando no apelar a ello, lo cual sería, probablemente, extremadamente impopular. Pero es difícil negar que se trata de una falta de rigor que, a medida que la comprensión de la conducta del ser humano avanza, se hace más y más disonante. Con todo esto sólo quiero dejar sembrada para el futuro la posibilidad de que el relato liberal cambie por estos motivos, aunque si lo acaba haciendo, no será (al menos sólo) por rigor, sino por mercadotecnia, como cualquier teoría política que busque extenderse mínimamente.
Todo es condicionamiento. Si no nos condiciona un entorno inintencionado, lo hace el Estado. Pero si no, lo hace la escuela privada, la última campaña de Adidas o yo mismo colocando esta información ante tus ojos. Así pues, la idea liberal de permitir esferas de libertad individual para evitar injerencias en los planes de vida de la gente yerra desde el momento en que los planes de vida deseados por cada uno de nosotros son una manifestación de los condicionamientos que nos generan tal deseo. La pregunta, pues, ya no es si debemos diseñar un sistema que nos deje ser libres o uno que no. Ni siquiera es cuánta libertad se debe conceder, o si el dueño de esa libertad debe ser cada individuo, o la nación, o las empresas, o el Estado. La pregunta es en qué manos debe estar el entorno (la genética y la eugenesia las dejamos para otro día) que condicione nuestros actos como individuos y/o el devenir de la sociedad.

4. Importancia de la sensación de ser libre

Es obvio que, más allá de toda esta teoría, no es lo mismo vivir en un Estado policial, con toque de queda, cámaras en cada esquina, abusos frecuentes de los cuerpos y fuerzas de seguridad e izado de bandera cada mañana en los colegios que en un Estado moderno sin nada de esto. Tampoco es lo mismo vivir en una utopía teórica libre de impuestos que en un Estado mastodóntico donde todo el fruto de tu tiempo y trabajo es absorbido por la fuerza un ente que lo reparte según sus intereses. Tampoco es igual que la ley permita que dos personas del mismo género se puedan casar a que no lo haga, o que la esclavitud esté abolida o permitida. Qué raro, ¿no? ¿Y por qué no es lo mismo, si somos igual de no-libres? Bueno, pues porque hay condicionamientos que se notan más que otros. Lo que hace que estas situaciones sean diferentes no es la diferencia de libertad, sino la diferencia en el bienestar producida por la diferencia, a su vez, en la sensación de libertad. No olvidemos que hemos sido programados por la evolución y la selección natural para sentir que decidimos, y para sentir malestar si no podemos experimentar esta sensación. Si queremos bienestar, debemos hacer lo que la evolución nos pide que hagamos, como seres humanos, para experimentar bienestar, a saber: sentirnos libres. Ya el hecho de estar últimamente descubriendo que no lo somos supone un gran varapalo, pero parece que de eso nos podemos reponer y vivir engañándonos la mayor parte del tiempo: de un sistema con condicionamientos claros no nos podemos reponer.

Llamamos "sistema sin libertades" a un sistema con condicionamientos que podemos notar; y "sistema libre" a uno en el que están determinados bien por un entorno inintencionado o bien por uno intencionado pero muy bien maquillado (y en este sentido se mueven frases como "No hay mejor cárcel que aquella en la que no se ven los barrotes", "Si no te mueves no notas las cadenas", "No hay mejor dictadura que la que parece una democracia", etc.).

Es eso lo que, a mi juicio, propugna verdaderamente el liberalismo: la consecución de un mayor bienestar a través de una falsa libertad individual. En este sentido, y si se asume esto, esa distinción del liberalismo como sistema amoral pierde mucha de su robustez: también buscamos aplicar un valor a los individuos que conforman una sociedad, aunque claro, para nada con el mismo grado de intervención ni de condicionamiento visible (de eso hablaré más tarde). Y ojo, hay muchos motivos para seguir depositando una honda esperanza en esta doctrina. En primer lugar, aunque insisto en que no se descarte un cambio en la dialéctica del liberalismo de aquí a un tiempo, el hecho de que siga utilizando la palabra "libertad", una vez visto que nuestro bienestar pasa por sentirla como real a pesar de su inexistencia, no parece tan grave. Yo mismo seguiré, por este motivo, diciendo "libertad", usando este término para referirme a lo que por esta palabra se explica mucho más rápido que dando rodeos, sobre todo ahora que ya he limpiado mi conciencia y siento que la puedo usar con rigor sabiendo de la falsedad que subyace en su fondo. En segundo lugar, la aplicación de sus principios, dialécticas aparte, ha resultado en que su principio de derivar los condicionamientos a formas no evidentes generen bienestar: ha generado cohesión social al igualar las esferas de "libertad" de las que hablábamos antes y al eliminar, como decía, gran parte de la pobreza. La abolición de la esclavitud, una forma de condicionamiento deprimentemente visible, fue defendida por liberales estadounidenses; el matrimonio homosexual también es defendido desde un punto de vista liberal. En tercer lugar, y como dijo el filósofo austríaco Karl Popper, "Que la libertad redunde en mayor prosperidad es una feliz coincidencia": con la "libertad" individual, la igualdad jurídica, la extensión de este albedrío a la propiedad privada y el "libre" intercambio (entiéndase como no programado directamente) de bienes y servicios, se ha posibilitado que millones de personas salgan de la pobreza.

5. Hipótesis de resolución

Sin embargo, la negación de la libertad que he hecho antes me permite introducir un ecuación muy simple e intuitiva, una simple hipótesis que lanzo: prescindir de condicionamientos evidentes será recomendable para una teoría política sólo cuando el bienestar que esto revierta sea mayor que el que generaría primar un condicionamiento determinado aún a costa de hacer un condicionamiento evidente. Aquí hablaré, por ejemplo, del consumo de drogas, de ese "crimen sin víctimas" que decía antes.
El drogadicto no tiene elección, es un esclavo de su adicción. Con esto no me pongo poético ni dramático: yo cuando voy a comprar el pan por la mañana tampoco podría haber elegido otra cosa, y por ende soy esclavo de todo el condicionamiento que finalmente ha hecho que compre el pan. Pero, en este caso, comprar el pan no genera un malestar que sea superior al malestar que me generaría que se me prohibiera comprarlo. Sin embargo, es posible que la prohibición de consumir drogas genere menos malestar (derivado de no sentirse libre) que el que generaría el efecto de consumirlas. Es ahí donde tenemos que asumir con madurez que el liberalismo interviene sobre las cosas (y las personas son cosas según cómo lo miremos) como teoría político-económica desde el mismo momento en que existe, y que no actuar es también intervenir. Puestos a intervenir, quizás sería positivo que buscáramos la forma más eficiente de hacerlo, y quizás haya excesos en el liberalismo que hagan de esta no actuación una "intervención" excesiva. Aún así se me podría cuestionar esta ecuación de "libertad"-bienestar propuesta. Primero, por subjetiva, y admito que hay dificultades técnicas para cuantificar ambos valores y compararlos (lo cual no hace, sin embargo, que haya que esquivar el debate). En segundo lugar, se podría igualar en validez la decisión condicionada del drogadicto de drogarse a la mía de comprar el pan, sin tener en cuenta el malestar generado (y lo notorio del condicionamiento, por cierto, ahora que me estoy dando cuenta... pero olvidemos eso por ahora). En ese caso, cabría preguntarse si no es acaso el bienestar de quienes quieren dejar al drogadicto serlo y sentir que son unos buenos liberales el que se está anteponiendo al bienestar del drogadicto, y si no es esto ya una injerencia en sus condicionamientos, aunque sea por medio de no actuar.
Casos similares podría aducir con la prostitución en ciertas condiciones, la gestación subrogada, los juegos de azar, ciertas conductas sexuales y otros crímenes sin víctima.

Más allá de estos, cabe mencionar el caso del marketing. El liberalismo quiere eliminar o reducir el Estado por, entre otros motivos, su injerencia en los planes de vida de las personas. Hasta cierto punto estoy de acuerdo. Sin embargo, transferir ese control de las vidas ajenas a otras personas que, incluso asociándose, pueden recurrir sin limitaciones a la más avanzada propaganda para controlar en su favor los deseos de estas primeras, no cambia absolutamente la situación, como poco. Ya denuncié esto en mi entrada "Una oferta que no podrá rechazar", en la que concluía diciendo "Desde que abandonáramos nuestro modo de vida de cazadores-recolectores, hemos tendido a un sistema en que nuestra despensa se llena no en función de la disponibilidad de alimento del entorno [, ni de aquello que nuestra capacidad de elección dictamine], sino de aquello que el marketing dictamine". Es cierto, empero, que hay varios motivos que a priori diferencian esto de una injerencia estatal absoluta: a saber, que cada uno puede hacer su propio marketing, existiendo una variedad compensatoria de "condicionadores"; que el ámbito de influencia puede ser más pequeño que las campañas estatales; que la persuasión publicitaria es más una extensión de la libertad de acción las personas que cuando lo hace un Estado burócrata y otras muchas razones. Además, hay que decir que el liberalismo no se saca el marketing de la nada: este ya está en nuestras sociedades en tanto que es la forma que se encuentra de incentivar el consumo. Así pues, el pecado del liberalismo es menor al no añadir nuevos problemas (problemas a mis ojos), sino mantener los que ya hay, con lo que no se hace descartable por ello. Por otra parte, toda persuasión es injerencia, y dictaminar cuán eficiente puede llegar a ser el marketing requiere autoridad y control, es decir: otro tipo de injerencia que puede ser manipulada en favor de interes oligárquicos. Sin embargo, y a pesar de estas concesiones, tengo que hacer dos apuntes: uno, que esa competencia de modelos de persuasión podría hacer evolucionar a esta mucho más rápido; y dos, que sigue siendo una injerencia a la libertad individual que los autores liberales defienden desde el momento en que unos saben cómo manipular y otros no saben cómo están siendo manipulados.

6. Epílogo

En fin. Como se puede ver, hay muchas cosas que me separan de una concepción ideal del liberalismo. Aquí me he centrado en su mismo principio de libertad, en lo que su defensa por eliminar los crímenes sin víctima revela de ellos mismos, y he comentado por encima el tema del marketing. Todavía hay más diferencias (también alguna en lo económico) que no he explayado ahora, en parte, por concluir, descansar y no tener que hacer memoria. Aún así, sigo depositando en sus ideas mucha confianza, y considero que, mayormente, acierta, por lo que me siento cercano a sus postulados. Aún me falta mucho por conocer de su teoría, por lo que esto que estoy diciendo podría ser revisado al alza o a la baja en cualquier momento.

Me he cansado de escribir, así que hasta luego. Que experimentéis mucho bienestar. Hala, a hacer las cosas que estáis predestinados a hacer, o, como lo solemos llamar: ¡a vivir!

I specifically requested the opposite of this by Sam Daley on Dribbble

4/8/20

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Muerte al 1.3

Casi todos nosotros, terriblemente humanos, tenemos una tendencia natural a juzgar personalmente las acciones de otros, en lugar de entender los incentivos que tuvieron como consecuencia que actuara de una u otra manera. Si los precios de algo suben, no es porque (p. ej.) la demanda ha aumentado y la gente está dispuesta a pagar más por algo que de todas formas va a escasear; es por la avaricia de los empresarios. Si un Gobierno aprueba un decreto manifiestamente estúpido, no es porque calcule que para conseguir el voto estratégico de un sector de votantes que renovará su mandato necesitan aprobarlo aunque vaya en perjuicio de la mayoría; es porque son estúpidos.
Del mismo modo, cuando un rey al que un dictador ya muerto ha transferido todo su poder en 1975 decide impulsar con tal poder una transición democrática, la gente comienza a cultivar un sentimiento de agradecimiento hacia él, cuando lo único que realmente ha hecho es tomar, inteligentemente, eso sí, la única decisión posible en ese contexto y sustentable en el tiempo, también para su cargo.

Si hablamos en un sentido poético, a Juan Carlos le debemos mucho. Pero en un modo más realista, por lo menos yo no le debo demasiado. Imaginad, pues, lo que considero deberle a su hijo y menos aún a su nieta.
Considero que la monarquía se está ahogando en un mar de escándalos y anacronismo. Y el único salvavidas que la mantiene a flote, aparte de los cuatro exaltados de siempre, es su contraposición como mal menor ante otros fanáticos que simplemente odian al Rey y se inspiran para la 3ª República en una nefasta 2ª, confundiendo deliberadamente República con Estado socialista, pero siendo ignorantemente más anacrónicos que el propio Rey.

Volvamos a comparar incentivos y personalismos. Si un Jefe de Estado oculta millones al Fisco, no debemos pensar que es millones de veces odioso. Simplemente es el resultado natural de convertir a un ciudadano en jurídicamente inviolable durante 40 años. Nada nos garantiza que Felipe VI no haga lo mismo, o que no salga mañana con un bazooka a la Plaza Mayor de Madrid y se ponga a disparar a gente sin que se le pueda detener. La arbitrariedad es excesiva, y aunque probablemente un espéctaculo gore tal nunca se produzca, hacer inviolable es llamar al delito de guante blanco. Llamar al delito, además, por parte del Jefe del Estado, que ha de ser todo ejemplaridad.

Por este y tantos otros motivos que no se arreglarían ni siquiera retirando la inmunidad, no deseo la monarquía y sigo abogando por una República, aunque sé que va para largo, y es por eso precisamente que no me precupa que tome el mando el republicanismo más fanático e irracional, haciendo que pase a merecer más la pena ser felipista.

Sólo hay que ver el procedimiento constitucional necesario para cambiar la jefatura de Estado. Si algún día 2/3 del Congreso y Senado se ponen de acuerdo en la reforma de la Carta Magna, se disuelven las cámaras, se convocan elecciones, las nuevas cámaras ratifican la reforma por mayoría simple, redactan un nuevo texto constitucional, este es aprobado por 2/3 de cada nueva cámara, se somete este modelo constitucional republicano a referéndum y gana, este país estará en tal nivel de estabilidad política y racionalidad colectiva que va a ser una República ejemplar.
Resumiendo: no busquemos los problemas y soluciones en la actitud de la gente, sino en el marco jurídico y sistema de incentivos que causa su comportamiento.

Yo no odio al Rey. Sólo odio la monarquía. ¡Muerte al Artículo 1.3!

Jaque Mate Ajedrez Cifras Piezas - Imagen gratis en Pixabay

2/8/20

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Tiene que salir bien

No soy ningún doctor en economía, pero sí considero saber medianamente qué es más o menos peligroso hacer en este terreno. Europa ha sido frecuentemente lo único que ha salvado a España de padecer ocurrencias políticas aún más histriónicas que las ya practicadas. Bendito el mal llamado "austericidio", bendito techo de gasto, benditas reformas exigidas y objetivos de déficit que han salvado a España de la argentinización tras la crisis de 2008, aún a pesar de la continuada práctica castiza de seguir endeudándose y mendigando fondos y rescates como agradecimiento a los laxos rescates comunitarios que más sabiamente debíamos haber gestionado.
Tras la crisis del covid, esperaba el mismo comportamiento de España, y así ha sido. De quien no lo esperaba era de Europa entera. Parece que se recortan las diferencias entre la Merkel de 2020 y los Zapatero o Rajoy de la década pasada. Quizás en shock por la fiereza de la crisis, quizás arrastrado porque todo el planeta lo haga, quizás sabiendo que los beneficios de una política económica ortodoxa se verían opacados por el populismo y la autolesiva guerra de relatos que resurgiría contra la UE, esta vez todo el continente se ha lanzado al vicioso mundo de la deuda, el gasto público, los rescates a "sectores estratégicos" y empresas y la maquinita de los billetes.
Desconozco si realmente es el mal menor, aunque quiero pensar que al menos ha sido creer eso, y no una enajenación transitoria, lo que ha motivado esta praxis. Pero sí sé que Europa está muy sola en el mundo y que la maniobra es muy arriesgada. Porque esta vez no va a haber una UE que rescate a la UE.
El Rubicón ya está cruzado: ahora tiene que salir bien.