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14/8/20

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Por qué (de momento) no entro en política

1. Introducción

Varias veces, tras intensos debates, se me ha dicho que por qué no entro en política, por qué no empeño mi vida como concejal, diputado o cualquier profesión de esta naturaleza. La pregunta tiene todo el sentido del mundo si partimos de la premisa, totalmente subjetiva, de la que parte la gente que me lo pregunta: que lo que opino y proclamo tiene sentido y que la defensa y aplicación de tales ideas podría ayudar a mejorar las cosas a través de la política. Sin embargo, mi respuesta suele ser un no moderadamente rotundo: no tengo pensado entrar en política. Incluso dejando de lado los motivos prácticos (por ejemplo, que no estoy estudiando para ello sino orientándome a la música), hay una larga serie de argumentos que refuerzan mi negativa. Y voy a contarlos, no porque el hecho de yo que entre o no en política o los argumentos que tenga para ello sean interesantes o necesarios de saber para nadie, sino porque estos argumentos pasan por una serie de explicaciones y abordan unas realidades que sí considero interesantes y, en algunos casos, preocupantes.

2. Cómo se llega arriba en política

Dos cosas básicas son necesarias para predominar en el competitivo esquema político: capacidad de difusión y proclamas atractivas. Estos dos elementos se necesitan el uno al otro y se retroalimentan con sorprendente sinergia.
Como regla general, el político tiende a buscar que su mensaje llegue al máximo número de personas, pues, dado que todo el mundo puede votar y todos sus votos valen igual, y aunque en ocasiones se busque reforzar el apoyo de ciertos colectivos concretos, el político tendrá incentivos para tender a buscar el máximo de votantes posible, aún en otros sectores, pues cada potencial votante perdido (y no digamos captado por la oposición) supone una pérdida de representatividad, maniobrabilidad, escaños, capacidad legislativa e incluso legitimidad percibida para el político que quiera iniciarse, mantenerse o ascender.
El problema es la heterogeneidad de los individuos que componen la sociedad. Transversalmente a toda ideología y cosmovisión, tenemos personas más o menos inteligentes y más o menos informadas sobre la realidad. Si hago una campaña, un discurso, una rueda de prensa, en definitiva, cualquier acto de comunicación, pensado para los más inteligentes y/o formados, estaré excluyendo a aquellos por debajo del corte. En cambio, si mi mensaje está adaptado para el entendimiento de los más ignorantes, esa comunicación les llegará a ellos y también a los que estén por encima en conocimientos, capacidad de razonamiento, pragmantismo, capacidad de detección de la propaganda, etcétera. En definitiva, y exclúyase esta simplificación de toda connotación capacitista: si hablas para listos sólo te entienden los listos, y si hablas para tontos te entienden todos. En consecuencia, existen incentivos para sostener discursos simplistas, prejuiciosos, intuitivos y probablemente incorrectos, dentro de los límites que aún marcan la excesiva vergüenza ajena, los esporádicos destellos de lucidez, la ingenuidad comunicativa o los delitos de odio. Como ejercicio para comprobarlo sólo basta entrar en las cuentas de Twitter de nuestros políticos contemporáneos o escuchar un fragmento de sus intervenciones en el Congreso olvidando un momento el contexto, centrándose sólo en el contenido y la forma. ¿Es esto lo que esperamos oír cuando alguien, supuestamente, habla de política? Hágase el mismo ejercicio con los anuncios de la televisión, por ejemplo: ¿no están casi todos revestidos de un aire infantiloide? ¿No seríamos la mayoría capaces de entender un anuncio muy por encima del nivel ese? Sí, pero ese hipotético anuncio no estaría captando toda su potencial clientela.

3. Ignorancia racional

A este incentivo a la ignorancia se añade la llamada ignorancia racional del votante. Este término fue acuñado por Anthony Downs (econocmista estadounidense) el siglo pasado en un tratado de ciencia política, y ha sido sostenido por numerosos teóricos políticos y economistas posteriores. La teoría de la ignorancia racional sostiene, resumiendo, que hay ciertas coyunturas en las que permanecer ignorante es la decisión percibida como más eficiente, dicho de otro modo (y en jerga muy económica): que el coste de adquirir nuevo conocimiento supera a los beneficios que esto traería consigo. No sólo es válida para política, y en este sentido, voy a empezar por un ejemplo de la misma Wikipedia, y cito textualmente:

    "Consideremos a un empresario que debe elegir entre dos o más candidatos que se ofrecen a completar una tarea por 10€/hora. El tiempo que cada candidato necesite variará dependiendo de la habilidad del candidato, por lo que al empresario le interesa contratar al trabajador más rápido. El coste de un día adicional de entrevistas para ese empresario es de 100€. Si el empresario ya sabe que los candidatos completarían el trabajo en un rango de entre 95 y 105 horas, la decisión racional sería escoger al candidato en función de un proceso más simple que un día de entrevistas (con un coste fijo de 100€), por ejemplo, lanzando una moneda."

Tenemos aquí un claro caso de cómo permanecer ignorante es más rentable, más racional. Igual que antes he saltado de política a marketing en tanto que tienen el concepto de captar clientela en común, ahora puedo pasar del mundo empresarial a la política en tanto que tienen el concepto de los costes de informarse en común.
¿Cuál es el coste de votar con rigor, de acuerdo a las ideas de uno? ¿Cuál es el coste de ser un votante no ignorante? Bien: idealmente, hay que informarse del programa político de cada una de las opciones, si es que no nos queremos dejar llevar por prejuicios o terceras fuentes; hay que revisar el cumplimiento histórico de los programas por parte de cada partido; hay que estudiar teoría política y económica para asegurarse de que las medidas que a priori nos gusten sean realmente las que tendrán el efecto que deseamnos, hay que suponer los pactos que nuestro partido hará con otras formaciones políticas, si cumplirá su palabra de pactar o no con unos u otros, y qué consecuencias tendrán estos pactos o no pactos, en qué alterará el programa de Gobierno, y si nuestro partido será útil en caso de no ser Gobierno sino oposición, pasando a merecer más la pena votar otro que tiene mayores probabilidades de ganar. Hay que sopesar en lo más hondo de nuestro ser si votar a un partido incipiente es un impulso o es realmente necesario, si la experencia cuenta más que la intención o no, si conviene arriesgarse a dar el voto a ese partido que está en el limbo para quedarse fuera de todo escaño o si está bien o no votar al típico partido que nunca saca escaño sólo para mantenerlo vivo de cara a un futurible. Hemos de considerar la opción de la abstención y la eterna cuestión de si habrá arrepentimientos, pero también si los habrá en caso de haber legitimado al sistema por medio de emitir un voto, o si este es el mal menor dado que iniciar un movimiento por una abstención generalizada sería un proyecto inútil al que nadie se sumaría, un granito de arena al que no parece que vayan a añadirse más. Hemos de ser honestos y tener en cuenta si las políticas que queremos potenciar son realmente buenas o sólo son las que en principio nos seducen, o si está bien escoger esto que sé que a mí me va a beneficiar pero a mi vecino pensionado le va a perjudicar, o pensar qué derecho tiene ese vecino a que yo le ayude a sacar adelante un partido que le ayudará a él pero previsiblemente me perjudicará a mí como estudiante, por ejemplo. Hemos de pensar si acaso es correcto votar como herramienta para imponer a los demás la moral que nos gusta o si deberíamos seleccionar con más pena que gloria la opción menos intervencionista, pero también si hacer esto sería dejar vía libre a los intervencionistas de moral contraria, con lo que conviene más un voto preventivo por nuestra moral para contrarrestar. Nos debemos plantear si merece la pena votar a quienes no nos gustan nada sólo por dar un toque a quienes nos gustan pero últimamente lo están haciendo mal y si no se nos irán de las manos las consecuencias de votar así, para lo cual deberemos suponer cuánto va a durar la legislatura y cómo podemos influir en esa duración.
Tal es el coste, y me dejo muchas cosas. Hay que invertir mucha sesera, hay que ser dolorosamente honesto, hay que cuestionarse todo y formarse frente a la propaganda y los prejuicios. Y, en nuestras democracias representativas, se nos pide que hagamos todo esto por la infinitesimal probabilidad de que el nuestro sea el voto decisivo que justamente decante el escaño decisivo para la suma necesaria y decisiva que termine conformando justamente el Gobierno decisivo. Si echamos cuentas, el coste de informarnos y pensar para votar de forma no-ignorante es claramente superior al potencial y extremadamente improbable beneficio. A esto se añade un beneficio de votar sin informarse que termina por extremar la desgana por ser un votante informado. Algo que todos intentamos negar pero está ahí en la mayoría de casos: el simple placer derivado de autoafirmarse en lo que pensamos, de proclamar nuestro voto con tranquilidad a nuestro grupo de amigos, de evitar sentir el abismo de que hay cosas que desconocemos, de dar al cerebro lo que siempre pide: certidumbre. Esta razón es una fuerza poderosa.
Y con todo esto, la desgracia está asegurada.

Probabilidad de sentir placer al votar lo que, desinformadamente en mayor o menor grado, me pide el cuerpo: 100%.
Probabilidad de ser el voto decisivo: prácticamente 0%.

Conclusión: dame placer instantáneo, que el Gobierno no lo ha visto nadie.

4. Corrupción del político por su propio mensaje

Tenemos hasta ahora sobradas pruebas de que los mensajes que se han de emitir deben ser simplistas y, por ende (pues las cosas son de gran complejidad), incorrectos e inadaptados a la realidad. Pero ¿acaso se podrían arguir estos mensajes para ganar unas elecciones, por ejemplo, pero teniendo la secreta intención de aplicar políticas mucho más beneficiosas y complejas? Lo veo muy difícil.
En primer lugar, la gente acusaría más el incumplimiento de lo dicho que lo que repararía en el potencial beneficio de las inesperadas medidas.
En segundo lugar, se estaría legitimando la mentira en política a escalas titánicas, más aún que ahora.
En tercer lugar, suele coincidir que las medidas complejas y efectivas son largoplacistas y al principio parecen oscuras maniobras de lobbies e intereses económicos o políticos sin alma. Los votantes, de motu propio o convenientemente instrumentalizados por la oposición, acabarían deteniéndolas y escogiendo, sin saberlo, las peores opciones para ellos.
En cuarto lugar, los políticos aún son seres humanos. Homo Sapiens. Y hasta los más tecnócratas actúan en parte movidos por su naturaleza. La naturaleza humana permite ser muy contradictorio, pero hay un momento en que esto llega a su límite. Además, una cosa es ser contradictorio contraponiendo ideas distintas (las defendidas y las hechas), pero otra es sumarle el hecho de ser contradictorio en niveles de complejidad. No se pueden decir eternamente tonterías simplistas cada día e irse a dormir cada noche repasando en soliloquio qué es incorrecto de lo que hemos dicho, qué mentiras hemos soltado y qué argumentos son los que debemos recordar secretamente para no olvidar que lo que decimos es una simplicidad falsa. Primer ingrediente: la política es competición, y los discursos más atractivos y simplistas triunfan más fácilmente. Segundo ingrediente: generalmente, quienes se creen lo que dicen son más capaces de comunicarlo y convencer con su tono y pseudorazonamientos, que no han de configurar mientras esquivan lo que les lleva a ver su incorrección, sino que tienen ya en su cabeza mal aprendidos porque los creen los correctos. Resultado final: tenemos un sistema que no sólo incentiva que los líderes políticos comuniquen mensajes simplistas e incorrectos, sino que además se los crean. Y más es así cuanto más se quiere ascender en política, es decir: más son así los que más capacidad de legislar tienen, pues, si quieres ascender, has de convencer. Los partidos políticos son máquinas de destruir talento, y su mera forma de ser hace que quienes los lideran sean, por regla general, inútiles en el mejor de los casos.

Probablemente Irene Montero realmente crea que todo lo malo que le pasa a las mujeres les pasa porque lo son, que el hecho de que una mujer se tropiece una tarde en el salón de su casa viene de alguna manera de la cultura heteropatriarcal y, sin embagro, que el hecho de que un hombre viva varias años menos sea meramente biológico. Probablemente Santiago Abascal crea realmente que todos los independentistas catalanes son violentos enemigos de la ley y el orden, que todos los republicanos estamos instrumentalizados por una izquierda que, asociada con George Soros y Bill Gates, domina el mundo e instaura un Nuevo Orden Mundial progre. Probablemente Hitler realmente creía que los judíos no merecían ser calificados como personas. Sólo así pudo ser tan convincente: porque primero se convenció a sí mismo.

Voy a citar un fragmento de 1984 que habla de cómo el protagonista ha de adaptarse a las incoherencias y la impresionante posverdad que impone el Partido en su mundo distópico:

    "Se planteaba proposiciones como éstas: «El Partido dice que la tierra no es redonda», y se ejercitaba en no entender los argumentos que contradecían a esta proposición. No era fácil. Había que tener una gran facultad para improvisar y razonar. Por ejemplo, los problemas aritméticos derivados de la afirmación dos y dos son cinco requerían una preparación intelectual de la que él carecía. Además para ello se necesitaba una mentalidad atlética, por decirlo así. La habilidad de emplear la lógica en un determinado momento y en el siguiente desconocer los más burdos errores lógicos. Era tan precisa la estupidez como la inteligencia y tan difícil de conseguir."

Nuestro protagonista acaba muy mal por intentar doblepensar de esta manera. Un doble pensamiento que es insostenible en el tiempo, condenado al colapso, y que se ha de decantar, finalmente, por el rigor o por la supervivencia.
Aquí ocurre lo mismo. A la larga, como político, te has de decantar bien por el rigor fuera de política, bien por el simplismo dentro. No podrás mantener ambas realidades en tu cabeza toda la vida

5. Ya se empieza mal

De entrada, hay dos formas de empezar en política: en un partido nuevo o en uno existente. En ambos nos enfrentamos a todo lo dicho anteriormente: la simplificación obligatoria del discurso para que este llegue y la paradoja por la que, cuanto más se puede hacer, peores cosas se harán. A esto se añade un nuevo problema en cada caso.
Si se hace un partido nuevo, esto tiene inherentes y claras dificultades, entre ellas la necesaria inversión en tiempo y dinero. Además, se necesita más capacidad de difusión que si ya se está asentado, y ¿cómo se obtiene esta? Ya lo hemos visto. Aquí los efectos perniciosos de la comunicación política se potencian.
Por otra parte, queda la opción de entrar en un partido ya existente, al menos para empezar tu carrera política. Si los partidos, las empresas, las grandes entidades, en general, fueran personas, serían psicópatas. Trabajan la incoherencia, la manipulación para conseguir sus propios intereses a unos niveles de desvergüenza que un ser humano sano se autocontendría de ejercer. Sin embargo, sumergidos en un aparato mayor que nosotros, es fácil ser una parte de ese entramado sociópata y olvidar que contribuimos a perpetuar una forma de actuar, de legislar y de hacer política que, al menos en mi caso, no creo la mejor. Es decir, que desde el momento en que entras en el juego has de jugar a él y, de nuevo, este doblepensar no se puede mantener eternamente, teniéndote que resignar a decantarte por quedarte dentro sin rigor o fuera con rigor.
Pongamos que entro en política como concejal de mi ciudad por el partido que menos me desagrade y que, en rueda de prensa, se me pregunta por una medida que tal partido defiende pero con la que no estoy de acuerdo. De mí se espera que la defienda, pero ¿qué espero yo mismo de mí? ¿A qué vine a la política? ¿Cuándo será el momento óptimo para opinar libremente, contribuyendo a difundir las ideas que considero positivas para la sociedad? Nunca lo será, aunque uno de los peores parece este, siendo un político incipiente de poca altura. Si me pongo quisquilloso con una medida del partido, lo normal será que al día siguiente esté en la calle. Sólo puedo bien utilizar mi rango de acción para promocionar algo que no quiero o bien promocionar lo que quiero sin rango de acción. Es una situación harto complicada en la que se debe estar sólo para poder, de vez en cuando, impulsar algo que nos guste, y eso con suerte. ¿Y es ese un motivo suficiente por el que entrar en política, si al fin y al cabo ya iba a haber alguien que de vez en cuando haga algo que nos guste sin necesidad de entrar? Es más que nada, pero ya se está haciendo más que nada. Adicionalmente, si yo, por ejemplo, empezara a militar en un partido, tendría que borrar u ocultar mis opiniones de este blog y de Instagram, pues me meto con todo el mundo. ¿Ese es el ideal que quiero promocionar desde la política? ¿La censura?


6. Ni siquiera imaginando

Aún en el fantasioso supuesto de que, de la nada, se me permitiera de pronto dar un discurso a nivel nacional, con una amplia capacidad de difusión (televisión, radio, etcétera) sin haber sido aún corrompido por los incentivos actuales de la política, sino empezando de cero, y explicando a los votantes la paradoja del votante racional, por ejemplo, para que supieran ponerla a raya y no aplicarla conmigo, así como todas las inquietudes que reflejo en este texto, mi carrera política probablemente terminaría allí mismo si hablara como normalmente lo hago (y si no lo hiciera así sino siendo tan simple en mi discurso como el resto, ¿para qué quiero este ejercicio imaginativo?). Más de la mitad de los espectadores verían que estoy soltando un tostón y cambiarían lo que están escuchando. Aún habría una forma de convencer a muchas más personas con ese discurso complejo e intrincado: estableciendo una relación con cada potencial votante, puerta por puerta, convenciéndoles, contraargumentándoles, personalizando las explicaciones para cada uno. Esto, a no ser que hablemos de un pequeño pueblo, es sencillamente irrealizable. Por no hablar de la cantidad de gente que, de forma generalista o puerta a puerta, se tomaría mal que les expliques que es muy probable que sean votantes ignorantes, que son humanos que se dejan llevar por sus impulsos, que no son autohonestos, etc. En el segundo caso, y por mucho respeto con que lo plantee y mucha adaptación a cada uno que aplique, muchos aún me cerrarían la puerta en la cara.
Lo mismo se puede decir de un supuesto en que, por ejemplo, habiendo llegado al estrado del COngreso de los Diputados como presidente del Gobierno, ocultando durante años mis verdaderas ideas, pisoteando al resto para poder ascender y cayendo en simplismos y falacias para estar donde estoy, pero sabiendo que todo eso era unm edio para lograr algo mejor, y menteniéndome, en el fondo, incorruptible, llegara al estrado y empezara a decir que todo era mentira. O empezara a revelar medidas que no fuera populares o parecieran fáciles y agradables. Si intentara explicar cómo subir un impuesto va a acabar siendo mejor, otro llegaría y diría que va a bajar impuestos y a pesar de ello conseguir que la gente tenga más dinero en el bolsillo, y lo votarían. Si intentara explicar que voy a reformar las pensiones para establecer un sistema mixto que a priori parece peor pero, tras un esfuerzo inicial, nos sacará de la estafa piramidal del sistema puramente público, otro llegará y dirá sin necesidad de demostrarlo (y es que no puede) que hará viable lo inviable sin que nadie pierda dinero por el camino y sin aumentar la deuda, y mis votantes me dejarán a mí para votarle a él. Mayormente no importa tener razón, importa vender.
Aún en el supuesto de que contara con el apoyo para llevar a cabo mis medidas, habría necesitado vender tanto mi alma para estar donde estoy, debería tantos favores, dependería de tantos factores no tan oficiales e idílicos, que no tendría el suficiente margen de actuación. A ello se añade que un presidente en España no tiene demasiada capacidad legislativa, y que todos los ministros comparten el poder de decisión con él. Si sorpresivamente diera la nota con un discurso honesto repentino, ellos serían los primeros sorprendidos, a no ser que todos ellos también formaran parte de la fantasiosa conspiración que estoy pintando, en cuyo caso sería fácil que alguien hubiera desertado o se hubiera ido de la lengua. A ello se suma la codecisión con la Unión Europea y las instituciones como la Corona que, implícitamente, ejercen influencia.

7. La curva de la comunicación

Mirad ahora el siguiente gráfico cutre de mi invención que he hecho en Word para explicar cómo lo siento yo.



El eje horizontal representa el rigor en el mensaje, todo aquello que enriquece lo que decimos y cómo actuaríamos de poder aplicar tal mensaje. El eje vertical simplemente se refiere a "más/menos" en una medida subjetiva. La línea azul continua marca la capacidad del mensaje de difundirse entre los potenciales receptores, de calar en ellos, de lograr su aprobación; y la roja discontinua, lo verdaderamente cierto que es nuestro mensaje conforme lo acotamos más y más, lo que he venido a llamar "efectividad". En el caso de la política, a más efectividad, más conseguiríamos nuestros nobles ideales de aplicar el mensaje tal cual lo describimos. Para la efectividad hace falta rigor. Y, como se ve, el pico de difusión se produce antes de que el mensaje sea del todo riguroso.
 
Ahora, marquemos cinco puntos en el gráfico:

 

1. No hay longitud ni precisión, es decir: no hay mensaje. Por tanto, tampoco hay un mensaje que pueda ser efectivo.
2. Empieza a perfilarse una idea, pero aún es tan simplista que, por lo general, produce rechazo por este motivo. Aún así, gana cierto público que puede ser gente ingenua o con poca formación política o capacidad lógica.
3. Idea que, sin llegar a ser cierta, obtiene el máximo de receptividad posible. No es extremadamente simple, pero tampoco alcanza todo su esplendor explicativo ni es pormenorizada en su aplicación. No es lo que más conviene, pero sí lo que más se apoya.
4. La idea es algo más correcta formalmente, pero la pereza que da comprenderla, la ignorancia racional, la crítica fácil de la oposición, etc., comienzan a quitarle público.
5. Este es el otro extremo: la idea es tan compleja y personal que nadie hará el esfuerzo de entenderla y, por tanto, nadie la legitimará para aplicarla. En consecuencia, tiene el máximo rigor pero cero difusión.

Ahora mira el gráfico y dime: ¿a cuánta longitud, precisión, autohonestidad y rigor en lo que piensas estás dispuesto a renunciar para que tu mensaje llegue? ¿Pasarás, a lo mejor, del 5 al 4? ¿Te atreverás a pasar del 4 al 3 si necesitas arañar unos pocos votos más? Y si finalmente lo haces, ¿acaso será este el mismo mensaje todavía, o será, por el contrario, una idea simplificada para una realidad simplificada y de consecuencias totalmente diferentes si se aplica? ¿Para qué difundirlo, entonces? ¿Y en qué número crees que están los políticos ahora?

Creo que, además, esta gráfica es diferente según el ámbito en que nos movamos. Por ejemplo, respecto a la acogida del mensaje de una conferencia en un congreso médico, podría ser algo así:

 

No existen tantos incentivos para que triunfen los simplismos. Es más: se va buscando el conocimiento, aún pagando el precio de devanarse los sesos para entender lo que se dice. Sin embargo, en el 5 sigue sin haber difusión porque hay demasiadas asunciones que el conferenciante hace sobre lo que conocen los demás, y estos expuestos al mensaje no son capaces de procesarlo sin tirar de prejuicios para tratar de hacerlo tan rápidamente. Todo es parametrizar los valores rojo y azul y ver si esto es realmente así.

8. Epílogo

Pero volvamos a la política. ¿Por qué he titulado esta entrada "Por qué no entro en política (de momento)"? Porque últimamente estoy llegando a la conlcusión de que abandonar el 5 y acercarse al 4 puede tener sus ventajas y ser algo más útil, marginal y ligeramente más útil, que permanecer en el 5 con ideas perfiladísimas pero sin capacidad de acción ninguna.
Pero eso requerirá aún de mucho soliloquio y explicaciones públicas posteriores, con lo que queda para otra ocasión.

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