Hagamos hoy un ejercicio imaginativo.
Imaginemos que se ha descubierto un material que permite hacer cascos
ligeros, refrigerados y cómodos para los albañiles. ¿Quién estaría en contra de
reemplazarlos? ¿Qué clase de obrero nostálgico rechazaría la oferta con un
"prefiero el casco metálico de siempre, gracias"? Exacto. Los
músicos.
Y es que los obreros del arte sonoro seguimos anclados en una especie de
servilismo en que complacer la visión del público está por encima de la
comodidad, y, por tanto, del resultado. Las pajaritas ahogan a los flautistas,
las mangas acaloran a los tubistas y las camisas por dentro boicotean la
respiración del oboísta.
¿Pero qué importa esto? Cada vez que lo cuestiono, me encuentro con que la
estética sigue jugando una parte importante e incontestable para quienes ya se
han habituado a ella.
A veces me pregunto si nos acercamos a un auditorio para escuchar o para
mirar (en el peor de los casos, para oír o ver), y me obligo a no responderme
por precaución. ¿Estamos condenados a sufrir calor, agobio e incomodidad? Los derechos
se inventan, es así como nacen. Y lo que hoy parece una locura será normal
cuando hayamos entendido que un chándal sobre un escenario no es malo per se,
sino al contrario, que puede acabar resultando en un mejor sonido.
Abramos los oídos y cerremos los ojos.
Hoy esto es un mero artículo de opinión, pero mañana será un manifiesto.
El
manifiesto del chándal.
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