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30/4/24

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Vigitalización

Cámara de vigilancia

De un tiempo a esta parte, nos hemos acostumbrado a hacer todo con un dispositivo con micrófonos, dos cámaras (una de las cuales nos apunta a la cara), GPS y otros tantos sensores (brújula, giroscopio, luz ambiental, wifi, bluetooth, nivel, etc.); así como una batería propia y conexión a Internet. No sólo conexión, sino vinculado a numerosas cuentas online perfectamente trazables.

Esto no es normal. No en el buen sentido, al menos. En un sentido estadístico, es de lo más habitual. Pero ¿debería serlo? Hagamos un ejercicio mental.

 

Imaginaos viviendo vuestra vida en medio de la plaza de vuestro pueblo, sin paredes. Os despertáis en vuestra cama a la intemperie, os levantáis en pijama (en el mejor de los casos) y os preparáis para ir a trabajar, en la calle de enfrente. Después de la jornada, volvéis y os ponéis vuestra expuesta televisión para pasar la tarde, a ojos y oídos de todo el mundo, antes de volver a la cama. Esto suponiendo que viváis la vida de un Sim (y es que quien más, quien menos, tiene sus rarezas cuando nadie mira).

 

Y a la plaza del pueblo tienen vistas tus vecinos, tus amigos y enemigos, tu centro de trabajo, la Vieja del Visillo y la comisaría.

 

Inquietante, sin duda. Vivimos entre paredes opacas, y no entre paneles de vidrio, por algo. Y sin embargo, ojos que no ven, corazón que no siente se cumple con plena certeza cuando los paneles, completamente transparentes, son digitales.

 

Una radio analógica simplemente recibe una señal. Si ahora irrumpieran los Geos en mi casa, la única información que tendrían sería el dial que tengo puesto, que podría indicar, a lo sumo, la última emisora que he escuchado. Un periódico de papel no sabe cuándo lo lees ni qué partes hojeas. Reconstruir lo que he hecho con ese periódico, una vez cerrado, sería imposible a no ser que me hayan grabado durante su lectura. Lo mismo ocurre con los pagos en efectivo, las cámaras de fotos, los álbumes de música físicos, las libretas, calendarios y agendas de teléfono, las cartas de papel perfectamente combustible y cualquier otro servicio y medio de comunicación analógico. Pensad en las apps de vuestro móvil: para casi todas, hay una alternativa física y privada que siempre existió. No hemos ganado nada más que eficiencia temporal y física en esta carrera de ratas que no nos conduce a la felicidad, y que sólo provoca una deriva más profunda. La tecnología tiene su propia agenda, y nosotros vamos a rastras de ella.

 

Ahora, cuando escuchas música por streaming o la radio vía app, esta también te escucha a ti. Cuando lees el periódico online, este te lee de vuelta. Y así con todo. Hemos pasado de utilizar servicios unidireccionales, en los que sólo recibíamos, a otros en los que informamos de qué, cuándo, cuánto y cómo recibimos lo que demandamos. Podéis comprobarlo pidiendo una copia de la información de vuestra cuenta a Google o indagando en el fondo de vuestras bandejas de correo electrónico.  No se borra nada. Hay gigas y gigas de datos sobre todo lo que habéis hecho, lo que hacéis y, con ayuda de la IA, lo que es probable que vayáis a hacer. Resulta tierno leer en nuestra Constitución" que Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”. Claro, es que esa era la forma de saberlo cuando aquello se escribió, y con este artículo se pretendía evitar no el hecho de que te preguntaran en sí mismo, sino que se pudiera saber eso de ti sin tu consentimiento. Hoy día, basta una lectura oportunamente limitada del mismo artículo para entender que se respeta su esencia aun si se sabe qué pensamos del más recóndito tema sin que nosotros queramos que se sepa.

 

Incluso borrando tus cuentas y actividad, no se puede asegurar que no haya quedado almacenado en algún sitio. Muchas veces, los propios términos y condiciones de las plataformas advierten de las copias que se guardan perennemente; otras, simplemente lo hacen con todo descaro y en contra de lo comprometido. En ocasiones, son los propios gobiernos quienes interceptan y almacenan comunicaciones y datos de ciudadanos propios y ajenos (no por nada es famoso Edward Snowden); y cada vez más, lo hacen con pleno amparo legal.

 

De nuevo, otro experimento mental: ¿Guardarías tus fotos en la casa de tu vecino o en la tuya? ¿Guardarías tu diario personal en el despacho de tu jefe? ¿Dejarías tus historiales médicos tirados por la calle? Tales cosas ocurren cuando almacenas tu información en “la nube”, en “tu cuenta”, en la “caja fuerte” de la plataforma de turno, que no es más que un servidor físico que está en algún lugar desconocido de una jurisdicción probablemente ajena a la tuya.

 

La solución frente a todo esto es sencilla: analogizarse. Ni siquiera hace falta que la tecnología utilizada sea realmente analógica: los archivos digitales pueden almacenarse localmente, las cámaras digitales pueden carecer de conexiones inalámbricas y las conexiones pueden ser por cable. No hay ningún motivo para que los asistentes de casa tengan que tomar sus decisiones en los servidores de Google en lugar de ser locales. No hay ningún motivo para que un micrófono o una cámara compartan su información. No lo necesitan para ser útiles... al usuario.

 

Pero, siendo tan sencilla, esta solución no es fácil. Ocurre que los servicios de comunicación, autentificación y demás presentan lo que se conoce como efecto red: un aumento de su valor a medida que su uso se extiende, y una consecuente disminución a medida que se retrae.

 

Si la radio digital (que puede hacer un seguimiento de dispositivos concretos e identificar hábitos de escucha) se extiende lo suficiente, los oyentes de radio analógica no serán suficientes para que merezca la pena mantener su infraestructura funcionando. Y en última instancia, el Estado estará encantado de desincentivar legalmente o incluso prohibir la alternativa con privacidad, pues no quedará una masa crítica lo suficiente numerosa para contrapesar su decisión. Esto está ocurriendo ya. La Ley 205/2017 prohibió en Europa la implantación de radio FM en todos los móviles comercializados desde 2021. De nuevo, algo útil para los usuarios (la radio analógica consume varias veces menos batería y dinero que los servicios de streaming, así como cero datos) no resultaba útil para los agentes para quienes realmente tiene que serlo, y por ello se elimina.

 

Muchas veces, esa masa crítica no necesita ser tan numerosa: la TDT y el apagón de la tele analógica se impusieron en España en 2010, cuando alrededor del 9% de la población sólo disponía de televisores analógicos. El dinero en efectivo se está restringiendo aun cuando es manifiesto que la población no quiere. Whatsapp es la forma estándar de comunicación ahora, y el FBI, la Interpol y Reino Unido ya ha pedido que sus mensajes se dejen de cifrar de extremo a extremo, para combatir el contenido criminal que allí pueda anidar (¿a que no veríamos justificable hacer nuestras casas transparentes para combatir el crimen que en ellas pueda anidar?). En mi trabajo me han obligado a autentificar mi correo electrónico con una app de móvil, pero ¿y si no tengo smartphone? A nadie le importa ya. Para poder autentificar mi cuenta, he de tener ese dispositivo que de regalo viene con cámaras, micrófono, GPS y otros tantos sensores.

 

Esto no va a parar fácilmente. La tecnología aporta aparentes beneficios a corto plazo y es un caramelito para los gobiernos, empresas y plataformas que no han encontrado un modo más digno de ganarse la vida que ser voyeurs profesionales. Las excusas de la inmediatez, ligereza, comodidad y lucha contra el crimen funcionarán siempre mientras exista la humanidad, siempre que la ventana de Overton se desplace lo suficiente lento y no plantemos cara, simultáneamente, a la filosofía protecnológica y a la proestatal. Nada de esto cambiará mientras la suficiente gente esté dispuesta a contar toda su vida ante Alexa a cambio de que le apague las luces sin levantarse del sofá, como si fueran inválidos.


Es más: cuando el problema haya avanzado lo suficiente, cuando las telepantallas orwellianas, en todas sus formas, estén presentes incluso en nuestro inodoro (y sí, los hay ya con wifi), ni siquiera importará cuántos cómplices de la tecnología haya. Con el Internet de las Cosas, que revela en su nombre que ya no es de las personas, no hay privacidad. Y sin privacidad, basta una ley atrevida para cercenar completamente la libertad de expresión y anticiparse a toda organización civil. En resumen, sin privacidad no hay resistencia ni rebelión posible. Eso sí: no habrá crimen entre el ciberrebaño. Tan sólo todos los que las plataformas tecnológicas y los Estados lleven a cabo sobre millones de personas impunemente, aunque, para mínimo consuelo del más tecnicista, quizás entonces ya no se consideren ilicitudes. Quizás entonces el crimen sea opinar, no ya espiar; informarse, no ya censurar; o pensar, no ya imponer.

 

Si la información es poder, casi todos lo estamos perdiendo. Toda nuestra vida es pública, y empieza a ser necesario, primero; y obligatorio, después, que así lo sea.


Despidamos la Era del papel, las pilas y los cables.


La Era de la Vigitalización ha comenzado.


Adenda: mientras esta era se debate entre su supervivencia o su derrocamiento, aún queda un soporte desconectado y, por tanto, privado, que goza de una buena salud y perspectiva a medio plazo: el libro físico. Por un lado, está profundamente arraigado en la sociedad, beneficiándose de un efecto red que lo protege. Por otro, sorprendentemente, apenas hay casos de secuestros y censura editorial en España: en los libros he leído cosas que en muchas plataformas y medios sí habrían sido cortadas de raíz. Aún en casos de censura posterior a la publicación, veo como la última pantalla que se llegara a confiscar al ciudadano un libro censurado que ya haya adquirido, incluso si se sabe con certeza que lo tiene. De modo que acumulemos una buena biblioteca física, no sólo para no ser leídos, sino para tener algo cuando la de Internet sufra el incendio alejandrino que tantos trabajan por provocar.


Adenda 2: qué bien me ha venido que Apple publique este anuncio para su nuevo iPad Pro.




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