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1/6/20

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Entender, escuchar, disertar.

No sé por dónde empezar. Probablemente esta entrada no vaya a ser un ejemplo de orden y concisión.
A partir de ahora, y durante tiempo indefinido, es probable que dejéis de ver entradas y vídeos míos, o que, al menos, la frecuencia disminuya sensiblemente. Esto afectará a mis opiniones, reflexiones, debates públicos, análisis de las últimas noticias, etcétera.
No ha sido un sólo factor el que ha decantado este nuevo modo de (no) actuar como preferible al bienestar y profunda satisfacción que siento al publicar una nueva opinión, al escribir un nuevo artículo, al ver que este año he escrito más que el año pasado, al sentirme expresar con más o menos arte y mantener viva esa cualidad para explicarme con la que pretendo diferenciarme. Son sensaciones muy arraigadas en mí, y que nacen directamente de mis hábitos. Por nada del mundo renunciaría a todo esto a la primera de cambio.

Siempre he tratado de ser una persona informada, a fin de poder tener conocimientos y herramientas que me permitan ser riguroso en las ideas que creo que nos podrían acercar al mundo teórico que yo considero mejor que el que tenemos en lo práctico. Y bien lo sabe quien bien me conoce.
He renunciado a poder quedar bien con todo el mundo, e incluso, en ciertos ámbitos, a quedar bien con nadie. He destinado tiempo potencial de ocio a revisar los datos que yo recordaba sobre algo. He tratado de responder a los contraargumentos que se me plantean a los argumentos que yo ofrezco, y soltar lastre humildemente con las opiniones que ya no comparto con mi yo del pasado. He tratado de evitar mezclar las emociones con el razonamiento y de razonar con personas con las que el tiempo invertido en hacerles ver mi postura, claramente, no compensaba la escasa probabilidad de convencerles. He hecho por no insultar a quien me insulta, no usar falacias y frases hechas de rápido efecto y amplia legitimidad pero escaso valor intelectual. He intentado no otorgar ante otras posturas concesiones falsas, silencios cómplices y menos aún fingidos acuerdos; pero tampoco falta de escucha ni negación de sus argumentos lógicos. En definitiva, forzándome, de manera casi antinatural, he hecho de mí un individuo poco habitual en lo que se refiere al hábito de conocer y divulgar: me obligo a informarme más allá de lo directamente necesario, a reflexionar matices de dudosa practicidad y a transmitir mi opinión surgida a raíz de todo ello sin medias tintas ni consciencia de lo que pueda implicar.

No trato de presentarme con todo esto como un mártir que renuncia a los placeres sociales por salvar al mundo de la ignorancia, y es que, si hago todo esto, naturalmente, es porque tengo incentivos para ello. Un psicólogo los desgranaría mejor que yo, pero, tratando de conocerme a mí mismo (como dice el mítico proverbio), creo que entiendo parte de ellos. Me gustan las charlas que, a posteriori, se generan tras yo soltar una opinión o un alegato, sobre todo si son charlas respetuosas y constructivas con gente contraria en ideas a mí; me agrada sobremanera que la gente señale como una de mis cualidades mi sentido crítico y honestidad; me tranquiliza saber que mis opiniones van quedando por escrito y puedo consultar qué pensaba sobre un tema años ha; me reconforta saber que me estoy comportando como espero de mis conciudadanos, a saber: informándome, pensando, comparando y opinando libre y respetuosamente; me vicia consultar compulsivamente la última hora; etcétera. Todo esto, en términos de bienestar, supera en cantidad neta al malestar generado por los insultos acumulados a mis espaldas, los malentendidos, las difamaciones intencionadas sobre mi persona, las explicaciones posteriores que he tenido que dar, las horas dedicadas a leer el periódico, las líneas subrayadas de libros de no-ficción, etcétera. La prueba de que una cosa supera a otra es que así lo he estado haciendo.

Tampoco querría que pareciera que trato de presentarme como el ser más informado del mundo: lejos de ello, llevo apenas 21 años sobre este planeta, de los cuales, para más inri, unos cuantos no he sabido leer, oír ni hablar. Ahora lucho por saber (si es que en algún momento de la vida tal cosa se puede lograr en términos absolutos) entender, escuchar y disertar, manifestaciones estas mucho más avanzadas de los verbos anteriores. No queriendo pecar tampoco de falsa modestia, afirmo que estoy más informado que la media de varios de los estratos en los que se me pueda incluir y comparar con el resto de sujetos (edad, nivel educativo, etc.). Pero insisto: si esto es así, es porque experimento bienestar al realizar actos que requieren de tal información, si no el bienestar de recabar tal información. Trato de no juzgar a quien no se informa, a quien antepone sus emociones a la razón en ciertos ámbitos, rehuyendo la lógica, pues no es culpable de tener incentivos para ser así. A la vez, eso sí, trato de ser yo mismo un incentivo para que las personas con las que hablo que, considero, están en esta situación, cambien esta tendencia, no siendo esto un esfuerzo loable por mi parte al gustarme hacerlo.

Parece, al leerlo, que todo cuadra y que tengo un modus operandi coherente y honesto. Sin embargo, el ser humano siempre tiene reductos de contradicción y yo no soy ajeno a la especie. Entremos ya en política y economía. En estos ámbitos, suelo considerar negativo que la gente anteponga sus emociones, instintos primarios (miedo, enfado, empatía, esperanza, etc.), ganas de sentirse bien consigo misma y demás elementos más fisiológicos que lógicos a la toma de decisiones estrictamente lógica y desapasionada, sin obstáculos para un hacer más tecnócrata que mejoraría con bastante más éxito las situaciones que a ellos les dan miedo, les enfadan, les crean empatía o llenan de esperanza. Pero para defender esto ignoro, precisa y deliberadamente esto mismo: que yo también enfoco mis ideas y propuestas hacia lo que mis emociones me sugieren como una mejor situación que otra. Simplemente retraso el punto a partir del cual dejo actuar a mi bienestar subjetivo (de la toma de decisiones al ideal que condiciona esa toma), pero no se puede eliminar, y es que creo que toda política o política económica necesita de un fin humano para existir y aplicarse, y ese fin, por mucho que se revista de dialéctica, es el bienestar subjetivo de quien diseña tal esquema de políticas (aplicándolas o defendiendolas desde su posición civil). Incluso desear unas políticas (o condicionar las políticas deseables a un ideal donde descansa tal deseo) por considerarse beneficiosas para el resto pasa porque al individuo en cuestión se lo parezca y le cree bienestar propio imaginar o saber del benestar de los demás.

En fin. No seré, pues, yo, quien venga a destruir la subjetividad. Sólo la llevo "más atrás", donde me parece que causa menos molestias y más beneficios, pero sigo siendo humano. La carne es débil, y donde hay subjetividad, hay lugar para considerar aciertos... y también errores.
En este sentido, no es motivo para el anuncio del comienzo de este texto de que dejaré parcialmente o totalmente mi actividad que mis ideales para la forma en que se han de regir las cosas (y ahora no los voy a recordar) hayan cambiado sustancialmente. Las razones son otras.

No estoy a gusto si defiendo con orgullo que me informo y opino hasta las últimas consecuencias porque creo que debo hacerlo y es bueno para la sociedad (en el sentido en que entienda yo "bueno"), deduciendo de ello que es incorrecto dejarse llevar por la aversión o la pereza de informarse o ser riguroso, cuando yo mismo estoy causando consecuencias negativas para la sociedad (a pequeña escala, como todo lo que hago) en algunos de mis actos a este respecto.

A mi juicio, vivimos en una época de bajo nivel en la política. Se ha producido un cóctel explosivo de varios factores en nuestras sociedades, pero destacaré dos: la evolución de la propaganda y las nuevas formas de comunicación, fundamentalmente mediante las redes sociales.

Lo primero lo he dicho hasta la saciedad: hoy el ser humano es más eficiente en hacer las cosas que ayer, y la propaganda no es una excepción. Desde el momento en que la política tiene gran parte de propaganda, los políticos también han evolucionado para hacer mejor su tarea, tarea que, desgraciadamente, apenas pasa por mejorar las vidas de los ciudadanos. Más bien, se trata de perpetrarse en situación de poder, de mantener el control sobre lo conquistado y aumentar las áreas de conquista al precio que sea. Son muchos los incentivos para que maximizar el poder sea prioritario: intereses personales, lobbies, su propio sueldo, favores que devolver, amigos o familiares que enchufar, y muchas veces, egos descomunales o deseo del poder por el poder. Para maximizarlo, como decía, se hace necesario gozar de cierta legitimidad que, en nuestros sistemas, y simplificando, es mayor cuanto mayor es el número de escaños. Pues bien, esos escaños no se logran con largos discursos, ni debates de ideas genuinas y desnudas frente al rival, ni operaciones matemáticas a la vista de todo el mundo. No se logran demostrando al votante una gran capacidad para contener las emociones frente a la tecnocracia, ni para quedar mal frente a quien no guste hacerlo, ni por mostrarse excesivamente informado, ni por evitar responder a los insultos con insultos, ni por saber entender, escuchar ni disertar. Los escaños no se logran, en definitiva, haciendo lo que yo digo tratar de hacer, sino lo que yo digo tratar de evitar que otros hagan: caer en la emoción pura, recurrir a los instintos más bajos, apelar al miedo sin cuantificar los riesgos reales, ser demagogo hasta el calculado borde del ridículo, erizar pelos y agrupar colectivos en torno a una fe, confrontar, crear numeritos que pasen a la Historia en un momento en que las historias duran 24  horas, buscar dobles sentidos en el discurso ajeno, colocarlos en el propio y soltar perla tras perla.

Pero no todo esto se trata de un perfeccionamiento de la propaganda, y aquí pasamos al segundo punto: tan bajo nivel en el fondo y las formas de quienes se arrogan nuestra representación y deciden nuestros derechos, deberes y designios sería inexplicable si no se complementa tal mejora de la propaganda con un empeoramiento del nivel de los sometidos a esta. Mucha, demasiada gente, satisface su ansia de información mediante las redes sociales y, en general, mediante un uso muy poco profesional de Internet. Saltan de polémica en polémica, devoran unos cuantos titulares y opiniones de gente de dudoso conocimiento sobre el tema, bocetan la suya y pasan a otra cosa. Tienen la sensación de que los temas que siempre han llevado a la Humanidad a realizar millones de experimentos, teoremas, libros, charlas, conferencias, expertos, carreras, guerras, treguas y demás pueden ahora resolverse en pequeñas dosis de 140 caracteres. Creen que así se informan y hacen su parte, cuando lo cierto es que no hacen ni una cosa ni la otra. ¿Es verdadero ansia de información lo que nos lleva a entrar en las tendencias de las redes sociales, o es una necesidad casi compulsiva? ¿Manejamos la información que recibimos, o dejamos que un algoritmo la seleccione con criterios más bien sensacionalistas? ¿Nos cuidamos de no caer en el dogmatismo, o tratamos de dar respuesta a todo con titulares que no son más que una mínima alteración del orden de palabras de el mismo tuit que ha puesto el tío que acaba de escribir antes que tú bajo el mismo hastag? ¿Te haces un favor a ti o a la sociedad al opinar en tan maniqueísta sentido sobre una tendencia, o sólo a tu sistema de recompensa, que siente la falsa seguridad del conocimiento y la satisfacción de la humana necesidad de tener respuestas para todo? ¿Acaso te haces un favor a ti o a la sociedad al mantener viva tal inverosímil tendencia opinando sobre ella en uno u otro sentido? ¿Controlas tú lo que opinas o lo que opinas te controla a ti? Son todas estas preguntas cuyas respuestas suelen ser desoladoras en la mayoría de los casos. Mucha gente mantiene temas y opiniones con absoluta desinformación e irresponsabilidad. Constituyen pequeños ejércitos que se agrupan bajo triángulos rojos o banderas de España y miden sus fuerzas sin ningún resultado. No buscan convencer a nadie sino a sí mismos. No buscan la mejora de nadie sino su satisfacción inmediata. Y, muchas veces, lo hacen en nombre de mejorar las cosas. He aquí la fatal disonancia.
Sólo entendiendo toda esta realidad del comportamiento de los sometidos a propaganda se entiende la forma que nuestra política y, en general, nuestro debate público (e incluso conversaciones privadas) ha adquirido últimamente: mensajes simples para entendimientos simples. Nos ceban con polémicas porque, mayoritariamente, queremos polémicas; problemas porque nos importan más que las soluciones; peleas porque la paz nos aburre. Vivimos a golpe de culebrón y no parecemos rechazarlo más que lo que rechazamos la pobreza, la discriminación o la desigualdad, retrasando con ello la solución a estas. El debate público, sencillamente, se está adaptando a lo que se espera de él. A lo que no muere entre titulares rimbombantes, tuits enardecidos y vídeos que circulan por Whatsapp. A lo que vende periódicos y ensalza militantes hasta llevarlos a concejal o secretario general. Al igual que un adicto a la droga debe ir incrementando la dosis para sentir lo mismo, nuestra sociedad, adicta por sumisión al tipo de comunicación de sus representantes a los términos duros, está desfigurando también los términos. En 2020, parece que no podemos permitirnos ser simplemente "unos cuantos millones de personas con ideas distintas, mayormente razonables y bienintencionadas, y algunas de ellas con ideas extremistas, principalmente doctrinas del siglo XX". No, necesitamos nuestra dosis de lenguaje duro. Es por ello que ahora los conciudadanos nos clasificamos y nos llamamos "Asesinos", "Golpistas", "Terroristas","Fascistas", "Socialcomunistas" y demás. Con una de las tasas de asesinato más bajas del mundo, ETA desarticulada desde hace años, Franco putrefacto y una economía mixta de mercado.

Durante un tiempo creí que la forma de combatir todo esto, cosa que considero deseable hacer, es hablar de ello y desgranar los elementos de la psicología humana individual y colectiva que hacen que estos temas estén en el candelero y evolucionen como lo hacen. Luego pasé, más bien, a analizar las tendencias desde un punto de vista práctico: sea la que sea la tontería dicha, al fin y al cabo se puede analizar con seriedad. Estos procedimientos, naturalmente, exigían que me adentrara en el mundo de las polémicas y navegara entre ese mar de insultos, demagogia y medias verdades. Con el tiempo, y recordemos que la carne es débil, yo también he acabado acumulando algunas pocas salidas de tono, equivocaciones por ser demasiado tajante o resolutivo, intentos de "zascas" vueltos en mi contra, etcétera, dañando mi propia reputación y bienestar que, como antes dije, depende en parte de sentirme honesto y coherente. También tuve, sin darme cuenta, que dedicar tiempo a las cada vez mayores horas dedicadas a noticias-culebrón (no necesariamente por dedicar más tiempoa  las noticias, sino porque estas últimas eran cada vez mayor parte de las noticias en general), dejando a un lado ese tiempo que podría dedicar a ocio, crecimiento personal, estudio, trabajo o, sencillamente, a nada. De igual modo, hace tiempo que estoy interesado en alejarme de las redes sociales por otros motivos, principalmente Instagram. Resumiendo, quiero experimentar cómo es vivir sin ello, qué se siente al superar la ansiedad por deslizar el dedo por la pantalla, cómo era aburrirse de verdad y maquinar formas de matar el rato,  cómo es hacer cosas sin que el resto lo sepa, si apetece hacer las mismas cosas o saber del resto los detalles que te cuentan de su vida, etcétera. Pues bien, también he tenido que renunciar a este experimento hasta el momento. Por Instagram es por donde opino de muchos temas y después continúo los debates por privado: es para mí una rica herramienta en ese sentido. El problema es que, teniéndola instalada para esto, tanto me quedaba en ello con esta finalidad como para llenar el tiempo de mi vida con trivialidades e imágenes que no volveré a ver ni recordar en mi vida. Pues bien, decidí comerme esta pseudo-adicción y renunciar a mi experimento y todo lo positivo que podría conllevar por seguir haciendo mi labor divulgadora.

Hice, o dejé de hacer, todo esto dicho por aquello de considerar que la manera de desmontar toda la tontería que a mi juicio nos rodea es exponerla para, posteriormente, desmontarla. Ahora empiezo a tener la intuición de que podría ser más eficaz o, al menos, coherente, no exponerla. No darle difusión. Me estoy quejando de las excentricidades de nuestro debate público mientras contribuyo a perpetrarlo. Sí, con mil acotaciones y tratando de desgranarlo, pero perpetrarlo al fin y al cabo, y contribuyendo mucho más a que algunos se enteren del titular que a los que convenzo de mis posteriores razonamientos sobre este. Es cierto que siento el abismo: creo que nunca había estado tanto tiempo alejado de las noticias, y sólo llevo unas tres jornadas. "¿Acabaré como esos señores mayores desinformados y pasivos ante la política?", pienso con horror ante tal expectativa. Sinceramente, no lo creo y, por el momento, tras este "despertar" que he padecido, más miedo me da acabar como un energúmeno más: instrumentalizado por las tendencias de Twitter; insultando por mantener mis propias ideas, que no son mías, sino de quien me emociona con ellas; ralentizando el progreso en nombre de este; restando en lugar de aportar; formando parte de esos pequeños y anodinos ejércitos que antes decía.

Voy a dejar de seguir la actualidad. Voy a probar a dejar las redes sociales, Instagram incluido, en principio un tiempo, en función del resultado de esta nuevo experimento general. Puede que no tenga éxito, pero si vuelvo ya no será por lo que antes me impedía irme. Esta nueva política no es echarme a un lado ni desentenderme de la realidad. Me seguiré informando mediante quienes tengan algo interesante que decir, principalmente en la intimidad de los libros, mucho menos esclavos de este nuevo marketing y que tratan sobre temas más atemporales y profundos. Después, previsiblemente, e insisto que hay que irlo viendo, me incorporaré progresivamente a la actualidad y las noticias tratando de esquivar los líos personales entre los diputados, y, en espera de ver cómo va funcionando esto, escucharé mucho más que hablaré. Tal vez vuelva al mismo punto, a las redes, a las historias de Instagram, a Twitter, al blog, pero será diferente, tras haber adquirido experiencia con todo este parón, una terapia de choque que creo necesaria, coherente e incluso presupongo beneficiosa.


No quiero convertirme en una persona más midiendo opiniones contra otros inútilmente.
No quiero estar a merced de algoritmos que seleccionen qué debo ver.
No quiero ser una cobaya en la que se pongan a prueba las emociones básicas humanas para modificar la conducta, la necesidad de aprobación social o las ventajas del conflicto con el prójimo.
No quiero fomentar una política barriobajera y una sociedad que la legitima.
No quiero mezclar información y entretenimiento de una forma tan banal.
No he venido a insultar ni a ser insultado.
No voy a gastar mi tiempo y energía en cosas improductivas, ni a reforzar tal modelo de negocio.

Como digo siempre, no nos van a pagar por defender una cosa u otra. No trabajamos más que para nosotros mismos. Hoy voy a aplicarme el cuento.

Nos vemos.