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4/6/23

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El placer de estar sentado


Mi abuelo fue siempre un hombre de pocas palabras, y aún menos a medida que cumplía años. En casi cualquier momento lo podías encontrar pacíficamente sentado, observando todo a su alrededor con una mirada inescrutable. Nunca se unía al parloteo sobre la actualidad, pero tampoco lo animaba a charlar el estar rodeado de su familia, a la que adoraba. 

Y sin embargo, no podías encontrar nada en esa mirada que indicara que llevase ninguna procesión por dentro. Parecía estar a gusto en cualquier lugar y situación. En este punto, podría parecer que mi abuelo vivía en Narnia, pero extrañamente, tampoco parecía estar aislado ni ignorando el contexto, aun cuando no hablase.

 

Como niño y adolescente (las etapas en las que le conocí) nunca le pude entender del todo en este comportamiento. Hace ya seis años que le echamos en falta, y desde entonces yo he tenido tiempo de hablar mucho. He opinado sobre política y economía, sobre los veganos, sobre los trans, los religiosos, sobre cientos de pequeños comportamientos y actitudes de personas famosas o propias de mi entorno. Me he posicionado en casi todas las conversaciones en la que se daba pie a ello, y en algunas en las que no. No siempre ha sido para enfrentar lo que otros hacen: ante muchas noticias sobre gente con vidas extrañas o comportamientos que parecieran repulsivos, he defendido su derecho a vivir como quieran.

 

Sólo hace unos meses, por circunstancias de la vida, se me ocurrió dirigir la mirada hacia otro lugar que tenía olvidado desde hacía mucho tiempo: yo mismo. Meditando, llorando, pensando y observándome con los ojos que antes reservaba para lo exterior, encontré un mundo entero casi virgen. Un mundo de sesgos cognitivos, ideas preconcebidas, comportamientos adquiridos y gestiones emocionales automáticas y ocultas que tumbó el mundo que yo creía conocer y que derribó todo lo que daba por hecho sobre mí, base necesaria para comenzar a dar por hecho cosas sobre los demás.

 

Resulta impresionante todo lo que puede aprenderse con la mera observación de uno mismo, tanto que prefiero reservármelo para otro posible texto o para, en cualquier caso, no desviar este del mensaje principal.

 

La cuestión es que, con el tiempo, he ido sacando otras lecturas de la conversación cotidiana que van más allá del contenido semántico de las palabras que se usan. Observo, cada vez más fácilmente, que hay emociones detrás del discurso, y que la primera de ellas es la que motiva a hablar. Muchas veces se habla por costumbre, por desahogo, por acompañar; y otras tantas, se habla por evitar el silencio.

 

Y es por esto último que, creo, se da un fenómeno en que hasta ahora no había reparado: la mayoría de nuestras conversaciones cotidianas versan sobre cosas que nuestro discurso no modifica. Versan sobre si Tamara Falcó hace el ridículo casándose con su novio infiel o sobre si la señora que lleva en coche de capota a su chihuahua hace el ridículo. Incluso en el generoso caso de que la opinión sea “dejémoslos vivir como quieran”, se trata de un juicio elaborado sobre una situación ajena, inalterable, que ha requerido nuestra atención y tiempo.

 

Para darse cuenta de todo lo que hablamos sobre lo ajeno hace falta ser consciente de que es posible hablar sobre lo propio. De que una familia o un grupo de amigos puede sentarse a la mesa y hablar sobre sus cosas, sus deseos, preocupaciones e intereses en común y por separado, como personas que se importan. Y también es posible, simplemente, no hablar sobre lo ajeno. Uno puede cultivar su afición por el senderismo, coleccionar sellos o escuchar a Wagner centrándose en el pleno disfrute de su actividad; y dos o más pueden jugar a las cartas, dar un paseo o comer un helado del mismo modo.

 

Pero hacer esto da pie al temido silencio, y el silencio es peligroso, pues permite oírse a uno mismo aun cuando no se quiera. Ejerciendo nuestra vida en silencio, podemos comenzar a preguntarnos si disfrutamos de lo que estamos haciendo o de cómo somos, o incluso si tenemos claro lo que queremos hacer o cómo somos; y lo que es peor, podemos llegar a descubrir que no. Lo cual es un marrón que da pie a mucho trabajo y tiempo para resolverse. Mucho más que criticar o aprobar cualquier aspecto de otra persona.

 

Y empiezo a pensar que por eso hablamos tanto sobre cualquier cosa que acontezca, sin atender a dónde, cuándo o quién (y por eso, por ende, tanta intolerancia sistemática en nuestra sociedad, tanta presión, tanta autorrepresión): por lo cansado que es atenderse plenamente a uno mismo. Por la humildad y la honestidad que requiere verse a uno mismo continuamente cagándola y acertando alternativamente sin saber muy bien por qué.

 

La prueba está en que tenemos todo el tiempo del mundo para cultivarnos a nosotros mismos y, en este minuto, en el siguiente y en el próximo, decidimos no hacerlo, hasta que llega la hora de dormir; y así el día posterior y el resto de la semana.

 

Tal vez, si toda esta tesis fuese cierta, podría comenzar a comprender a mi abuelo. Tal vez él no sintiera o se hubiera librado con los años de la necesidad de parlotear; y, lejos de no estar a gusto por perdérselo, lo estaría por todas las horas que esto le habría liberado para acomodarse en su mundo interior. Para aprender a disfrutar plenamente, como el más estricto monje budista, de estar pacíficamente sentado.


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3/6/23

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Diario de un bohemio encadenado


Una de las actividades que más disfruto hacer al pasear por el parque es observar a los denominados animales salvajes. Me siento en diferentes puntos, con distintas vistas, y contemplo la vida silvestre en pleno funcionamiento.

Suele definirse a estos animales como seres carentes de libre albedrío, una especie de elementos programados dentro del Jardín del Edén. Sin embargo, cuanto más repito mis paseos, menos veo a todas estas criaturas como meras pinceladas de un paisaje naif y más adquieren carácter de individuos. Fijo la vista en un solo pájaro, hormiga o mariposa, lo acompaño un tiempo y se me abre un mundo nuevo junto con muchas preguntas. ¿Sabrá ese gorrión que lo estoy mirando? Me pregunto qué sentirá al respecto. ¿Qué comunica esa rana con su croar, si nadie la ha respondido y no ha hecho nada después? Me intriga si simplemente disfrutan de hacer ruido. ¿Por qué esta lombriz ha dado media vuelta tras un largo recorrido hasta un punto? Acaso tengan estos animales tiempo libre, y tal vez lo dediquen a pasear.

En mi continuada observación, adquiero conciencia de cómo estos animalillos no rinden cuentas a nadie.

Hasta yo, que en mi tiempo de ocio me siento en el parque como un bohemio, lo hago desde un automatismo social adquirido, cumplimentando la correcta imagen de un paseante y, muchas veces, sin comprobar si es lo que quiero en el momento, o si lo estoy haciendo tal como quiero. Aunque me apetezca, no ruedo por la hierba, ni grito para comprobar el eco del claro del bosque, ni como un trébol para ver a qué sabe lo que comen los jilgueros, ni acaricio las cortezas de los árboles para notar sus diferentes texturas. Muchas veces, no hago nada de esto porque ni siquiera me lo planteo. Y es que mi exploración del entorno está limitada a la que consiga hacer mientras represento lo que socialmente pase por un caminante aceptable en un parque urbano; toda otra acción parece ridícula y gratuita. Ni hablemos de todas las convenciones inconscientes que se dan paseando por el asfalto del centro de la ciudad: ni siquiera es posible dar media vuelta bruscamente en la calle sin hacer antes un teatrillo, palpándose los bolsillos en busca de una cartera imaginaria.

Y sin embargo, observo a animales en su plena adultez, incluso en su senectud, explorar el entorno como lo haría un niño: yendo y viniendo a cualquier lado, pasando un tiempo indefinido en cualquier lugar, comiendo de aquí y allá, piando las veces que consideren oportunas.

Es así como tomo conciencia de aquello por lo que más me gusta verlos: lo libres que son.

Ninguna ley de suelo dice a un petirrojo dónde tiene que construir su nido. Cualquier alarma permite a una lagartija allanar una propiedad privada, o a una golondrina su espacio aéreo. El Ayuntamiento no dice a los sapos de la charca a qué hora pueden empezar a croar. Por supuesto, nadie decide en qué dirección crecen las ramas de los árboles, y nunca se ha denunciado a una paloma por dejar a alguien un corrosivo regalo en la cabeza. No se hace trabajar a los pájaros carpinteros por cuenta ajena, ni en régimen de autónomos, ni se los hace jubilarse para incorporar nuevos pájaros carpinteros al mercado. Tranquiliza pensar que, incluso en la peor distopía, la vida humana necesitaría del resto de la naturaleza, y ningún sátrapa trataría siquiera de regularla.

Y si no se hace, es porque no se puede. Los animales silvestres no conciben el mandato de un líder suyo sobre miles, millares o millones de entre sus congéneres. No creen en legitimidades, ni democráticas ni mesiánicas, ni tienen miedo al ridículo; y, por tanto, no ven razón para respetar algo en contra de sus intereses. Intereses que, desde la falta de ataduras con que opera su mente, tienen muy claros. Más aún, aunque pertenezcan entre sí a la misma especie, y aunque vivan en entornos cercanos, están completamente descentralizados. Sería más fácil conquistar la España actual que lo que lo fue la península prerromana: los primeros nos hemos acostumbrado a obedecer simultáneamente lo publicado en Madrid, que puede ser escrito por una sola persona, de modo que la rebelión es difícil de sincronizar. Los segundos obedecían en mucha mayor parte a sus conciencias y entornos cercanos, de modo que vencer a un individuo en Cantabria no hacía que otro en Numancia se diera por derrotado: la derrota era lo difícil de sincronizar. Algo tan sencillo como la falta de conciencia de formar un mismo país los hacía mucho más indomables. Algo tan sencillo como la idea implícita de que la soberanía está en cada uno.

Decía Hobbes que todo lo que hacemos está determinado, y, por tanto, una piedra cayendo cuesta abajo sería tan libre como podría llegar a serlo cualquier persona, siendo la única libertad posible el eliminar los obstáculos de la cuesta. Ahora yo me pregunto, mientras veo un gorrión sosteniéndome la mirada para alzar el vuelo poco después: ¿quiénes, en la Tierra, tienen libre albedrío?