Queridos amigos y amigas, odiados enemigos y enemigas:
Hoy os voy a contar una melancólica historia, una de esas
que se cuentan al borde de una hoguera en una fría noche de invierno. Todo
empezó más o menos así:
Tenía 6 años (ahora 13). Fue en una excursión,
ni siquiera recuerdo donde. Iba con mi madre.
Había una zona llena de caracoles. Todo el mundo
los estaba cogiendo. Una amiga mía "adoptó" uno con la cáscara azul
(pintada por algún extraño motivo) y ¿a que no sabes cómo le llamó?
Pues sí, le llamó "Azul".
Parecía que no había ninguno para mí, pero
entonces... le vi.
Era precioso, con su melena ondeando al viento.
Sus veloces patas corrían a toda velocidad, y relinchaba como... ¡Perdón, que
era un caracol!
En fin, era maravilloso. Jugué con él (más bien
a meterle el dedo en el ojo) durante horas y horas y horas... parecía el
comienzo de una larga amistad.
Pero, sin embargo, cuando empezaba a ver la vida
en color amarillo (que me gusta más que el rosa), llegó el momento crucial para
que la tristeza se apoderara de mí:
- ¡A comer!
Insistí en llevar el caracol al comedor, envuelto por
millones de sentimientos, pero todo esfuerzo fue inútil, y, finalmente, le
dejamos solo, allí, solo y triste, porque en aquella época (y todavía) yo era
muy fácil de engañar, y fui engañado por las palabras de mi madre: "Hazme
caso. Vamos a dejarle aquí y luego le venimos a buscar".
Cené lo más rápido que pude, y, con el último
trozo de pan en la boca, salí corriendo del comedor a buscar a mi nuevo
amigo...
No estaba. Se había ido. Solo quedaba un papel en el
que leí:
"Fuiste un
mal amigo.
Lo siento.
Firmado:
El caracol".
Desde entonces, nunca
volví a ser el mismo.
Dedico esta opinión a todos los caracoles del
mundo, pero también a las personas que piensan que el mundo es solo una gran
bola de tierra y agua (y persona, muchas personas), porque se equivocan.
Te equivocas, amigo.
El mundo está hecho de detalles.