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16/9/23

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Liberado del liberalismo


1. Introducción

No es un secreto que me he acercado con los años a una ética liberal, y tampoco lo es que, prudentemente, nunca me he llegado a denominar como tal (incluso escribí un texto titulado “Por qué no soy (del todo) liberal”). Sin embargo, como todo humano, en parte me acabo identificando con algo y tengo después cierta resistencia a abandonarlo.

 

Uno debería abandonar sus creencias ante evidencia que las supere. Pero ¿debería hacerlo a la primera de cambio? Si tú crees que correr en ayunas es bueno y te ha sentado bien, así como a todos los de tu alrededor, los últimos cinco años; y a alguien le da un infarto tras hacerlo, hay dos motivos para no pasar al momento a creer que no es bueno. El primero es que podría haber muchos factores que no estés considerando y que deberías tomarte un tiempo para contrastar todos tus contraargumentos con lo sucedido, porque por algo pensarás lo que pensabas. El segundo, y el más potente, no nos engañemos, es que llevas cinco años pensando eso y estás deseando que tu última observación sea sólo un error. Porque el cerebro necesita sostener unas cuantas certidumbres. Pero además necesita creérselas, y de ahí la ceguera voluntaria, que no es más que una medida preventiva para no sufrir.

 

Yo llevo observando infartos un tiempo, en particular de unos meses hasta ahora, y creo que va tocando dejar de ignorarlos. Así que, aunque nunca fui liberal, ahora también me desentiendo de defender al liberalismo por sistema. No me busquéis para eso. Pero, como soy así, he de escribirlo para que sea una salida ordenada.

 

2. El menos malo de los sistemas

 

Conociendo mi sesgo ideológico, varias veces se me ha retado a justificar al liberalismo también en ejemplos difíciles.

 

Ante algunos de estos ejemplos, parecía claro que la libertad, la propiedad y otros elementos del liberalismo no evitan o incluso fomentan algunos problemas en particular. Y si un sistema político-económico permite o produce situaciones negativas, más vale desasociarse del mismo o, como poco, seguir defendiéndolo, pero como la menos mala de las opciones. Así se hace habitualmente con los impuestos, las cámaras de vigilancia o las cuarentenas pandémicas: como son claras injerencias en las vidas de la gente, bien lo criticas o bien lo defiendes como un mal necesario frente a alternativas peores, pero sí, un mal. Sin embargo, el liberalismo permite hacer algo inédito: defender cualquier resultado de su implantación como correcto por definición, independientemente de todo. Sólo ante la llamada del intuicionismo moral o de éticas ajenas se puede cuestionar.

 

No me gusta que la gente se drogue, pero la respuesta más coherente con el ideario liberal es que si en una sociedad libre una persona muere por sobredosis, ello no deslegitima al liberalismo porque, sea lo que sea lo que ha hecho, ha sido voluntariamente. No me gusta que uno desperdicie su vida, pero para el ideario liberal, si alguien desarrolla múltiples problemas de salud mental por engancharse a jugar a videojuegos en su habitación, sigue siendo el mejor mundo posible, por el mismo motivo. Tampoco me gusta vivir en un mundo que algunos quieren abandonar antes de tiempo, pero el liberalismo tiene argumentos similares para el suicidio. Sí, podría comenzarse un movimiento civil para persuadir a las personas de evitar estos comportamientos. Pero si la campaña no es suficiente para evitarlo, y nadie ha obligado ni prohibido nada a otros, el resultado es el justo porque cualquier otro habría violado la libertad de algunos, sea empoderando a unos para forzarles a escuchar su discurso, sea para impedir a otros directamente drogarse, jugar o matarse cuanto deseen. De modo que sólo cabría esperar que en el futuro se desarrolle una conciencia sobre estos actos, igual que hubo que esperar a que la maquinaria se desarrollara para que los niños no fueran necesarios en las minas.

 

Puedo, no obstante, vivir en una sociedad en la que la gente lleve mal su vida: a mí sólo me preocupo yo, los míos y ayudar en lo que pueda al resto. De modo que suelo poder ser coherente en mi defensa del liberalismo ante este tipo de problemas.

 

3. Arbitrariedades


Desgraciadamente, hay otra categoría de problemas con los que cuestionarlo: aquellos en los que uno se ve afectado por otras personas. Que dé un puñetazo por la calle a alguien no es aprobado por el liberalismo, pero en el otro extremo, que salga a la calle siendo feo, aunque eso amargue el día a quien me tenga que ver, sí lo es. En medio hay una escala de grises que cada liberal, con su interpretación, divide arbitrariamente en algún punto, decidiendo qué es una injerencia directa y qué es un ejercicio de libertad que se debe soportar aunque desagrade. ¿Cuánto ruido es suficiente para poder callar a tu vecino? ¿Cuánta amenaza debe percibirse o existir para poder disparar a alguien que ha pisado tu jardín? ¿Con cuántos años es uno mayor de edad para decidir sin sus tutores, si es que esa edad es universal? Y mientras tanto, ¿cuáles son los deberes esenciales de la tutela y su contenido irreductible? ¿Cuándo es un caso lo suficientemente grave para incapacitar a un ser querido? ¿Tiene derecho preferente el fumador a fumar, o está el fumador pasivo lo suficientemente afectado para tener derecho a impedir fumar al primero?

 

Ante estos problemas, sufro bastante para dar con la respuesta, y trato de extraerla buscando unas reglas objetivas que aplicar a cada caso y que indiquen quién tiene un derecho prioritario y quién una obligación de abstenerse. Pero, sinceramente, rara vez las encuentro.

 

Incluso entre grandes figuras del liberalismo hay simultáneamente defensores y detractores en cuestiones como el aborto, la gestación subrogada, la manipulación genética, la propiedad intelectual o la regulación medioambiental. Dentro del liberalismo se defiende la llamada “servidumbre de paso”, por la que alguien tiene el derecho de entrar a la sacrosanta propiedad de otra persona para poder acceder a su propiedad si está cercada por la primera.

 

Y algo me dice que no está bien que una ética se venda, al aplicarse, como absoluta y justa por ser racional e imparcial mientras sus practicantes toman decisiones arbitrarias por la puerta de atrás: me es difícil dar la cara por un sistema que implique esto.

 

La guinda del pastel, sin embargo, llega con un tercer tipo de problema: las dinámicas sociales que el liberalismo permite, impulsa o incluso crea. Paso a explicarlo en los siguientes puntos.

 

4. Individualismo político

 

El liberalismo propugna el individualismo político, es decir: la idea de que no es el Estado, la Iglesia, el monarca ni ningún otro grupo o persona quien debe ser el soberano de otros, sino cada persona dentro de su vida. A partir de ahí, uno tiene el derecho a ser respetado y la obligación de respetar. Tiene, así mismo, el derecho de asociarse con quien mutuamente lo desee y la obligación de abstenerse de forzar una implicación mutua con quien no quiera.

 

5. La suma de individuos crea una sociedad que afecta a los individuos

 

Este individualismo político es una idea fácilmente defendible como justa y noble, y resulta agradablemente racional y ordenado para quienes tenemos ese carácter. Pero la agregación de individuos no deja de componer una sociedad, aunque esta surja espontánea y voluntariamente; y la sociedad no deja de ser una poderosa fuerza que condiciona en gran medida la vida del individuo. Pues bien, resulta que, si bien el individualismo político institucionalizado favorece directamente a cada persona, creo que el tipo de sociedad que este sistema crea la desfavorece indirectamente, y quizás con una fuerza mayor.

 

No la desfavorece, sin duda, en el ámbito material. Históricamente, el capitalismo, en necesario tándem con cierta liberalidad política, ha aumentado eficazmente la disponibilidad de recursos mucho más que cualquiera de sus alternativas.

 

Pero los bienes materiales son un medio para el ser humano, no un fin; y me atrevería a decir lo mismo, en general, de los servicios. El liberalismo conoce bien sus motivos para poner al individuo en el centro: es cada uno quien siente y padece, quien tiene sus propios y característicos intereses. Sin embargo, en un sesgo ideológico, olvida tras aplicarse revisar qué tal le va a los individuos con sus sentires, padecimientos e intereses. Crea las reglas y da cualquier jugada con ellas por correcta.

 

Se me puede contestar que hay que aceptar la sociedad como es, que el liberalismo no prevé a uno el derecho a moldear la sociedad a su gusto, pues eso violaría la soberanía de sus individuos. Pero no lo prevé porque, precisamente, valora la soberanía de cada uno; y la valora en tanto que esta le permite perseguir sus intereses; y le permite perseguirlos porque, idealmente, ve positivamente que los pueda alcanzar. ¿Qué pasa, entonces, cuando la sociedad moldea al individuo en contra de sus intereses y le impide alcanzarlos?

 

6. El espejismo de la deontología

 

La ética deontológica aplica unas reglas independientemente del caso. Por ejemplo, el imperativo categórico de Kant le decía que habría de tirarse al río a salvar a alguien ahogándose incluso si fuera obvio que no lo iba a conseguir y él mismo podría morir, porque simplemente es lo correcto.

 

La ética consecuencialista propugna una u otra actuación como correcta según el resultado que esta tendría. Por ejemplo, muchas personas creen que, aunque no está bien matar en general, sí puede permitirse si eso va a salvar a un ser querido de un asesinato.

 

Una ética que sólo mire por cada momento y no establezca reglas que obliguen o prohíban no merece ser llamada como tal; pero otra que establezca reglas inflexibles basadas en nada tampoco.

 

Pues bien, hay momentos en los que la ética deontológica ha de revisar la ética consecuencialista de la que bebe, lo sepa o no. Y el liberalismo es particularmente reticente a esto.

 

Por ejemplo, el liberalismo defiende deontológicamente el derecho a que cada uno haga lo que quiera con sus tierras, si las tiene. Esto significa que uno podría poseer unas cuantas hectáreas muy fértiles con maíz, trigo y patatas y decidir quemarlas o dejarlo pudrirse. Qué respetuosos somos, qué imparciales, que cada uno haga lo que desee. Pero ¿qué ocurriría si la gran mayoría de terratenientes decidieran súbitamente pudrir sus cultivos? Entonces, miles de liberales hambrientos se darían cuenta de que se habían podido permitir defender esa regla, salvar a los terratenientes ociosos, porque el resto no decidía hacer eso, porque las consecuencias de un derecho de propiedad total eran positivas. Se darían cuenta, también, de que, igual que esa regla venía de la consecuencia de su aplicación, ahora habría de cambiar.

 

La deontología es simplemente preponderar más la resistencia a cambiar las reglas que la adaptación a las nuevas consecuencias que estas tienen, probablemente una resistencia suscitada por un carácter conservador y épico, o por toda una vida de deontología detrás.

 

Otro ejemplo. Si yo tengo una finca por la que pasa un río y tú instalas una fábrica cerca que me contamina el río, habrás de indemnizarme o largarte, de modo que las fábricas tienen incentivos a no contaminar. Luego la ética deontológica liberal sale reforzada: la propiedad privada es buena. Y punto. Pero hoy los problemas medioambientales son otros. No preocupa la contaminación en los ríos tanto como la de la atmósfera, con gases que no se ven ni molestan a nadie, intrazables, mezclados con los naturalmente originados, imposibles de relacionar claramente con cada víctima del calentamiento global que generan. En consecuencia, la sombra de los impuestos a las emisiones se cierne sobre todos. Y los liberales sólo pueden recordarnos que eso es un robo, y que viola la propiedad privada, que viola una regla que estaba bien.

 

O si una empresa consigue comercializar pendrives que utilicen un 90% menos de materias primas que su equivalente en papel, podrá repercutir ese ahorro en sus precios y vender más que otros sectores, preponderando ese modelo de negocio. Luego la ética deontológica liberal sale reforzada: la competencia empresarial es buena. Pero tampoco es conseguir recursos o abaratar las cosas nuestro problema ahora, sino la paradoja por la que más eficiencia lleva a más consumo total: cuanto menos consumen las farolas, más ponen los Ayuntamientos; cuantos más carriles se añaden a las carreteras, más tráfico tienen; cuanto menos ocupa la información, más se produce en Internet, cuya huella de carbono, si fuera un país, sería la sexta mayor del mundo. Los liberales ven amenazada la libertad empresarial y recuerdan que es una regla a respetar porque está bien. Pero ¿por qué estaba bien?

 

Ahora carecen de consecuencias con las que defender estas reglas. El mundo cambia y las reglas, por definición, no. De modo que, deontológicamente, defienden sus principios con más vehemencia; y como esto es pobre, consecuencialistamente te muestran datos positivos indirectamente relacionados, que es todo lo que tienen: que la UE disminuye las emisiones per cápita mientras sigue creciendo, que los fenómenos naturales extremos son cada vez menos letales por la mejora de infraestructuras, etc. Todo esto mientras, delante de todos, las emisiones totales aumentan, el CO2 en la atmósfera también, las ciudades costeras se transforman en búnkeres y no damos tregua a un complejo equilibrio medioambiental que no entendemos.


Las empresas se pasan a las pajitas de cartón porque la mayoría de gente las ve como más "verdes", y si no, se encargan de promover esa imagen para después venderte su mérito medioambiental. Resulta que son más tóxicas. La gente no las usaría si lo supiera, pero sus creencias al respecto no provienen de tratados de química, sino del McDonald's. Y cuando yo, por error, entro en uno, me tengo que tragar esa pajita de cartón por defecto porque así lo ha moldeado "la gente" en el mercado con su "preferencia" mayoritaria. Lo mismo ocurre con las bolsas reutilizables, que deberían usarse 20.000 veces para amortizar su huella de fabricación; o con los libros electrónicos, en los que habría que leer al menos 33 libros de 360 páginas. La agregación de conocimiento no produce aciertos, y menos si se boicotea desde la publicidad.

Pero, si se quiere ser completamente coherente con el liberalismo, que el mundo reviente en un futuro por la actividad humana estará bien del mismo modo en que estaría bien que reviente un drogadicto. Quizás dé tiempo a que los países en desarrollo alcancen su pico de emisiones antes de acabar con el Holoceno, pero si no es así, mientras nadie haya obligado ni prohibido nada a otros, el resultado será el justo porque cualquier otro habría violado la libertad de algunos, sea empoderando a unos para cobrar impuestos o paralizar industrias, sea para impedir a otros directamente contaminar, consumir o producir cuanto deseen. Del mismo modo que las campañas antidroga podrían no ser suficiente.


Así ocurre con otras mil cosas. El liberalismo elaboró sus reglas antes del cambio medioambiental, pero también del aumento de la densidad de población, de la invención de aparatos domésticos que emitían ruidos molestos, de la irrupción de las redes sociales. Todos estos cambios tienen consecuencias. ¿Cuánto tiempo podrán resistir las reglas que los precedían y qué consecuencias positivas las sustentará? Y lo que es además irónico, estos cambios acelerados han sucedido por el liberalismo y el capitalismo.

 

7. La sociedad que nadie desea y todos creamos

 

En particular, creo que las fuerzas sociales que el liberalismo crea desfavorecen al individuo. Las creencias, actividades y expectativas preponderantes, y a veces el conjunto de todas las disponibles, no son del agrado de la mayoría. Y es que no por nacer espontáneamente, una sociedad liberal será del agrado de todos sus individuos; en última instancia, puede no serlo de ninguno de ellos. Pues si bien uno puede tejer su entorno próximo, nadie puede determinar las formas en las que le afectarán las dinámicas de sociedades de millones de personas, y, por tanto, nadie puede hacer nada para que se alineen con sus intereses.

 

No sé si tenemos medidas serias, pero por todo lo investigado y reflexionado en mi vida me atrevo a afirmar que el humano promedio de la sociedad promedia de hoy no se siente más satisfecho, realizado ni libre que el previo al desarrollo del liberalismo político y económico. En definitiva, no es más feliz.

 

¿Pero qué es la felicidad? Acerquémonos a su definición liberal. La praxeología, el estudio de la acción humana, así como su principal impulsor, Ludwig Von Mises, inspiran en gran medida al liberalismo. Pues bien, en su libro La acción humana (1949), se dice que “la praxeología no se interesa por los objetivos últimos que la acción pueda perseguir”, que “considera exclusivamente los medios, en modo alguno los fines. Manejamos el término felicidad en sentido meramente formal”. Se considera que el ser perfectamente satisfecho “ya no tendría ni deseos ni anhelos” y, por tanto, el actuar humano es “la búsqueda de felicidad”... sea lo que sea eso, pues se dice que “ningún juicio podemos formular acerca de lo que, concretamente, haya de hacer al hombre más feliz”. Así que se renuncia a todo entendimiento ulterior y simplemente se asume que uno se acerca a la felicidad cuando actúa libremente; es decir, al modo contrario: que atacar al liberalismo ataca a la felicidad de los individuos. 

 

En esta ocasión, no vamos a entrar demasiado en las formas en las que el liberalismo, con su aparejado desarrollo de la industria, la tecnología y el marketing, así como con la globalización, crea algunas situaciones y expectativas que boicotean la realización de los seres humanos. Recomiendo al respecto el manifiesto La sociedad industrial y su futuro (1995), de Theodore Kaczynsky, y el capítulo 19 de Sapiens (2011), de Yuval Noah Harari.

 

La praxeología, de nuevo, entiende cualquier acto, también por omisión, como la elección de una preferencia (“El hombre, […] de dos cosas que no pueda disfrutar al tiempo, elige una y rechaza la otra. La acción, por tanto, implica, siempre y a la vez, preferir y renunciar”). Por tanto, todo lo que hagas es lo mejor para ti, pues sólo tú puedes saberlo. Incluso si te equivocas, no haber reflexionado lo suficiente ha sido la elección que tú tomaste, y toda elección te encamina a la felicidad, ¿no?

 

Creo que a casi nadie le importa ir al supermercado y encontrar veintisiete marcas de champú. Cada individuo particular valoraría más el tiempo que se ahorraría decidiendo sólo entre unas pocas que la gran oferta disponible. Y, sin embargo, ahí están, ocupando tres estanterías. Sin que nadie lo quiera, la agregación de acciones voluntarias dentro de una compleja sociedad ha acabado de alguna manera en hacernos elegir entre veintisiete champús.

 

Tampoco creo que la gran mayoría de habitantes de Nueva York escogieran a ciegas nacer en una ciudad donde no conoces a tu vecino de enfrente. ¿Cómo es que sus esfuerzos colectivos por alcanzar la felicidad no destruyen este paradigma? El liberalismo no se lo pregunta, porque lo ve todo bien al ser ellos libres: yo sí. Pero la respuesta es compleja y no entraremos ahora. 

 

Dudo igualmente que, fuera de la vorágine del uso momentáneo, la mayoría de usuarios de Twitter fuera a decidir voluntariamente enfadarse con desconocidos x horas de cada día viendo noticias superfluas. Y sin embargo, sin quererlo nadie en particular, ahí está.

 

Tampoco hay casi nadie que desee vivir en una sociedad en la que aumente la ansiedad, haya que vivir con una creciente y continua prisa, y se reduzcan las parejas y familias formadas, así como la capacidad de concentración, socialización e introspección. Y, sin embargo, esa es la tendencia que el ambiente refuerza de mil maneras.

 

Además, muchas tendencias que el liberalismo suele correlacionar con regulaciones estatales o áreas liberticidas podrían tener más que ver, en realidad, con el progreso material y moral que el liberalismo y el capitalismo producen. Citando a Kaczynsky: “Una queja típica de los dueños de pequeños negocios y de los empresarios es que sus manos están atadas por la excesiva regulación que este gobierno ejerce […]. Algunas […] son sin duda innecesarias, pero la mayoría […] son parte esencial e inevitable de nuestra extremadamente compleja sociedad”. Y desde luego, no me digas que el crecimiento exponencial de marcas de champús procede de regulaciones estatales.

 

Tampoco escogería uno que el Estado sepa hasta cuándo vas a hacer de vientre, pero así es. Y ya conozco la réplica liberal: “nosotros no patrocinamos eso”. Y lo sé. Pero parece que esta hipervigilancia y control de la época no es tan debida a la gran legitimación de la intervención estatal por parte de las masas (que también), sino a la simple añadidura, sobre un poder que siempre va a estar ahí y en manos de unos pocos, de una tecnología que ahora permite abusar del mismo. Kaczynski: “El grado de libertad personal que existe en una sociedad viene determinado en mayor grado por la estructura económica y tecnológica de la sociedad que por sus leyes o su forma de gobierno. La mayor parte de […] las ciudades de la Italia renacentista estaban controladas por tiranos. Sin embargo, al leer acerca de estas sociedades uno tiene la impresión de que en ellas había mucha más libertad personal […]. […] esto era debido a que carecían de mecanismos suficientes para imponer la voluntad de sus gobernantes: no había […] medios rápidos de comunicación a larga distancia, ni cámaras de vigilancia, ni archivos con información acerca de las vidas de los ciudadanos corrientes. Por consiguiente, era relativamente sencillo eludir el control”

 

Añadiré a este respecto, también, una cita de Michel de Montaigne, en su ensayo sobre la desigualdad: “en verdad, nuestras leyes son harto liberales, y el peso de la soberanía no toca a un gentilhombre francés apenas dos veces en toda su vida. La sujeción esencial y efectiva no incumbe entre nosotros, sino a los que se colocan al servicio de los monarcas, y tratan de enriquecerse cerca de ellos, pues quien quiere mantenerse oscuramente en su casa, y sabe bien gobernarla, sin querellas ni procesos, es tan libre como el dux de Venecia”. Escrito en 1580. “La riqueza de las naciones” aparecería en 1776; la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, ese mismo año; “Sobre la libertad”, centrado en la limitación del poder del Estado en la vida de las personas, de Stuart Mill, en 1859.

 

Ante todos estos botes de champú, estas ciudades fantasma, estas redes tóxicas o todos los problemas mentales que son signo de los tiempos, el liberal puede hacer lo que dijimos al principio: renunciar a su ideología o admitir los problemas pero seguir defendiéndola como la menos mala. Y también puede ser plenamente coherente y defender estos resultados como correctos para así asegurar la infalibilidad de su sistema. Porque este sistema contiene en sí mismo la presunción de infalibilidad y de universalidad.

 

Del mismo modo que el liberal pretende que la agregación de acciones voluntarias justifique su resultado, así lo hace en materia económica. El mercado justifica todo por sí mismo, por definición. Si el precio del aceite es altísimo frente a hace un año y su venta baja a la mitad, significa que la gente quiere la mitad de aceite que antes, pues el propio acto de comprar significa quererlo frente a otras alternativas y el propio acto de no hacerlo, no quererlo frente a estas. Si una paupérrima prostituta llora todas las noches entre cliente y cliente y se lamenta de su destino, el hecho de que acuda a trabajar significa, por definición, que es su interés. Si las personas compran un nuevo iPhone igual que el anterior, comprarlo demuestra que lo desean y eso está bien. Circulen, no está pasando nada. No existen la escasez (como mucho la relativa) ni la coacción indirecta. Al fin y al cabo, nadie te impide hacerte tan bueno como Apple en publicidad y convencer a sus usuarios de que están haciendo el tonto.

 

La cuestión, saliendo de la ironía, es que el mercado no puede utilizarse para justificar todo, no cuando aún los propios economistas liberales reconocen que no se entiende en profundidad cómo funciona (aunque veamos que lo hace). Del mismo modo ocurre en los ámbitos no estrictamente económicos: en los mercados del amor, de la atención, del ocio, de las creencias.

 

8. Epílogo

 

Decía Karl Popper: “que la libertad redunde en mayor prosperidad es una feliz coincidencia”. Y sin duda sería feliz, pues evita el compromiso de elegir renunciar a una de ambas, y así permite defender las ideas de la libertad frente a un ataque desde cualquier frente filosófico. Antes, si querías prohibir a las empresas asentarse al lado de los ríos, te podría haber avergonzado por ser un irrespetuoso con la iniciativa privada; y también, simultáneamente, por no saber que respetar la iniciativa privada y la propiedad es bueno para el medioambiente.


Pero quizás hoy ya no sea así… siempre. Quizás, en el mundo al que nos dirigimos, acabe no siendo así casi nunca.

 

Quizás, libertad, prosperidad, bienestar, felicidad y soberanía estén en perpetuo conflicto. Por poder, podría ser, pues no hay necesariamente justicia en el diseño del universo.

 

¿Deseo estar equivocado? Totalmente. No me siento cómodo opinando “deberíamos poner un impuesto a las empresas por contaminar”, o “habría que prohibir la publicidad de tal a este sector”. Siento que estoy robando o siendo paternalista. Pero hay algo con lo que me siento aún más incómodo, que es no poder pensar.

 

No os confundáis: me gusta aplicar reglas, me gusta ser ordenado e imparcial. Sigo admirando el mercado y el liberalismo por muchas razones. Pero me gusta hilar fino, y para ello debo reconocer antes que, ante la suficiente evidencia en ciertos problemas y casos, la sujeción al liberalismo es una camisa de fuerza que, irónicamente, dificulta ser libre.

 

Quien sepa un poco de este mundo, conocerá a unos cuantos liberales que han afirmado con mayor o menor entusiasmo que el liberalismo es superior. Miguel Anxo Bastos dice que el sistema capitalista no tiene ni puede tener fallos. Fernando Díaz Villanueva, que ser liberal es lo más grande que existe en el mundo. Juan Ramón Rallo, que “el liberalismo es moral y económicamente superior a otras ideologías”, y que no hay ninguna alternativa al capitalismo que ofrezca diversidad medioambiental y adaptada a los individuos. Milei dijo que “somos superiores en lo moral y además […] en lo estético”.

 

Pero por mucho que se diga, el liberalismo es una ética más, incluso una ideología más. No es necesariamente superior y, como mínimo, no es definitivo.

 

Termino con una última cita que reversionaré después. Dijo Marco Aurelio, allá por el 180 d.C.: “Mira bien, no sea que experimentes por los misántropos lo mismo que ellos por el resto”. Pues mirad bien, liberales, no vayáis a despreciar a los individuos que no lo son.


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