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3/6/23

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Diario de un bohemio encadenado


Una de las actividades que más disfruto hacer al pasear por el parque es observar a los denominados animales salvajes. Me siento en diferentes puntos, con distintas vistas, y contemplo la vida silvestre en pleno funcionamiento.

Suele definirse a estos animales como seres carentes de libre albedrío, una especie de elementos programados dentro del Jardín del Edén. Sin embargo, cuanto más repito mis paseos, menos veo a todas estas criaturas como meras pinceladas de un paisaje naif y más adquieren carácter de individuos. Fijo la vista en un solo pájaro, hormiga o mariposa, lo acompaño un tiempo y se me abre un mundo nuevo junto con muchas preguntas. ¿Sabrá ese gorrión que lo estoy mirando? Me pregunto qué sentirá al respecto. ¿Qué comunica esa rana con su croar, si nadie la ha respondido y no ha hecho nada después? Me intriga si simplemente disfrutan de hacer ruido. ¿Por qué esta lombriz ha dado media vuelta tras un largo recorrido hasta un punto? Acaso tengan estos animales tiempo libre, y tal vez lo dediquen a pasear.

En mi continuada observación, adquiero conciencia de cómo estos animalillos no rinden cuentas a nadie.

Hasta yo, que en mi tiempo de ocio me siento en el parque como un bohemio, lo hago desde un automatismo social adquirido, cumplimentando la correcta imagen de un paseante y, muchas veces, sin comprobar si es lo que quiero en el momento, o si lo estoy haciendo tal como quiero. Aunque me apetezca, no ruedo por la hierba, ni grito para comprobar el eco del claro del bosque, ni como un trébol para ver a qué sabe lo que comen los jilgueros, ni acaricio las cortezas de los árboles para notar sus diferentes texturas. Muchas veces, no hago nada de esto porque ni siquiera me lo planteo. Y es que mi exploración del entorno está limitada a la que consiga hacer mientras represento lo que socialmente pase por un caminante aceptable en un parque urbano; toda otra acción parece ridícula y gratuita. Ni hablemos de todas las convenciones inconscientes que se dan paseando por el asfalto del centro de la ciudad: ni siquiera es posible dar media vuelta bruscamente en la calle sin hacer antes un teatrillo, palpándose los bolsillos en busca de una cartera imaginaria.

Y sin embargo, observo a animales en su plena adultez, incluso en su senectud, explorar el entorno como lo haría un niño: yendo y viniendo a cualquier lado, pasando un tiempo indefinido en cualquier lugar, comiendo de aquí y allá, piando las veces que consideren oportunas.

Es así como tomo conciencia de aquello por lo que más me gusta verlos: lo libres que son.

Ninguna ley de suelo dice a un petirrojo dónde tiene que construir su nido. Cualquier alarma permite a una lagartija allanar una propiedad privada, o a una golondrina su espacio aéreo. El Ayuntamiento no dice a los sapos de la charca a qué hora pueden empezar a croar. Por supuesto, nadie decide en qué dirección crecen las ramas de los árboles, y nunca se ha denunciado a una paloma por dejar a alguien un corrosivo regalo en la cabeza. No se hace trabajar a los pájaros carpinteros por cuenta ajena, ni en régimen de autónomos, ni se los hace jubilarse para incorporar nuevos pájaros carpinteros al mercado. Tranquiliza pensar que, incluso en la peor distopía, la vida humana necesitaría del resto de la naturaleza, y ningún sátrapa trataría siquiera de regularla.

Y si no se hace, es porque no se puede. Los animales silvestres no conciben el mandato de un líder suyo sobre miles, millares o millones de entre sus congéneres. No creen en legitimidades, ni democráticas ni mesiánicas, ni tienen miedo al ridículo; y, por tanto, no ven razón para respetar algo en contra de sus intereses. Intereses que, desde la falta de ataduras con que opera su mente, tienen muy claros. Más aún, aunque pertenezcan entre sí a la misma especie, y aunque vivan en entornos cercanos, están completamente descentralizados. Sería más fácil conquistar la España actual que lo que lo fue la península prerromana: los primeros nos hemos acostumbrado a obedecer simultáneamente lo publicado en Madrid, que puede ser escrito por una sola persona, de modo que la rebelión es difícil de sincronizar. Los segundos obedecían en mucha mayor parte a sus conciencias y entornos cercanos, de modo que vencer a un individuo en Cantabria no hacía que otro en Numancia se diera por derrotado: la derrota era lo difícil de sincronizar. Algo tan sencillo como la falta de conciencia de formar un mismo país los hacía mucho más indomables. Algo tan sencillo como la idea implícita de que la soberanía está en cada uno.

Decía Hobbes que todo lo que hacemos está determinado, y, por tanto, una piedra cayendo cuesta abajo sería tan libre como podría llegar a serlo cualquier persona, siendo la única libertad posible el eliminar los obstáculos de la cuesta. Ahora yo me pregunto, mientras veo un gorrión sosteniéndome la mirada para alzar el vuelo poco después: ¿quiénes, en la Tierra, tienen libre albedrío?



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