días

25/7/15

0

Explayándome

Instrucciones: Pon la música del vídeo de Youtube cuando llegues al texto que tiene debajo. Cada música corresponde a un momento y sensación. Lee despacio y bajo tu propia garantía.



Hoy un rayo de Sol ha entrado por mi ventana. Ha brillado sobre mis párpados y, muy pronto, por la mañana, me ha despertado. Este cálido despertar, acompañado de los píos y gorgoritos emitidos por los múltiples pájaros que anidan alrededor del inmueble, ha subido mis niveles de endorfinas y me ha plantado una sonrisa en la boca. Después voy a la cocina, tomo un zumo de frutas...
"Ah, qué feliz soy". Además es verano y ya puedo ser dueño y señor de mi tiempo, que se ve ahora transformado en perpetuo ocio.
Luego, viendo que es aún muy pronto, me doy una ducha templada y sacudo el pelo para que coja forma. Salgo cantando del baño al estilo Disney y desayuno un auténtico manjar: galletas con miel. Sí, todo es perfecto.
Siento que al fin me he reconciliado con la vida y me esperan los mejores días del año, descansando y meditando, con tiempo más que holgado para gastar las horas en aquello por lo que me decante.
Pero...


Veo que mis padres entran por la puerta con varias bolsas de tejido pajizo y con una sonrisa entre los hoyuelos. Sé lo que significa. Pero lo confirmo observando que suben cubos de plástico, crema solar, pistolas de agua (y ¡recambios para las pistolas de agua!), viejas y anodinas revistas de salud, de mujer, del corazón y de divulgación científica. El periódico del día y una barra de pan. Como vestimenta, sombrero, pamela y gorra (el triunvirato de la muerte), gafas ahumadas y bañador. Mi padre, la camiseta deshilachada que solo usa en...
De acuerdo, la sentencia está firmada. Hoy toca playa.
Cargamos varios tuppers con tortilla y demás alimentos y, haciendo caso omiso de mis muecas de consternación, bajamos al coche. Mi padre abre el maletero y guardamos las cosas. Después pone la radio y comienza nuestra peregrinación hacia una arenosa jornada.


Viendo que no hay nada que pueda hacer para evitar mi destino cantado, arqueo las cejas y sacudo los hombros en una fingida y exagerada mueca de resignación. E intento dormir. El camino no va a ser muy largo, pero sin perder tiempo, intento caer en los brazos de Morfeo tan pronto como sea posible, apoyando la cabeza sobre la bandeja del maletero. El Sol me araña la cara en una constante danza de luz sobre mi piel. Sé cuando vamos en autopista porque no hay edificios cerca y el astro Rey me alumbra ininterrumpidamente. Sí, me gusta saber en qué punto del viaje estoy.
Cuando me canso de este juego, me pongo a escuchar las breves conversaciones de mis padres sobre la maravillosa técnica de conducción de algunos conductores a los que apenas insultan cuando, deliberadamente, se saltan un ceda o adelantan en línea continua.
La radio, ajena a toda esta aventura, sigue derramando country por el coche. Solo escapa a los oídos de mi hermana, que atrapada por los auriculares, escucha la música de su móvil.
Viendo que no voy a dormir, cambio de postura y apoyo la cabeza sobre la ventanilla para ver la carretera pasar a cámara rápida.
Al fin, llegamos a la costa.



Salgo del coche bostezando perezosamente y empiezo a a sacar cosas del maletero. Cuando he cumplido mi parte, dejo las bolsas apoyadas en una roca y me visto con el bañador tras una toalla (con mi madre diciendo: "pero ¡quién te va a mirar, hombre!"). Me rebozo de crema, y digo rebozo porque el viento ya se ha encargado de pegar arena a mi cuerpo. Ungido, como dije, con crema solar, mi aspecto es comparable al de una croqueta. Y no, sentirse rebozado de pan rallado y frito no es precisamente agradable.
Pero esto no ha hecho más que empezar y aún queda mucha jornada. Seamos positivos y confiemos en que los dioses hagan de este día un buen día.
Lo siguiente es coger solo lo imprescindible (digamos unas tres toneladas de bártulos) y buscar un Flandes donde poner la pica o, lo que es lo mismo, un terreno para plantar la sombrilla sin agujerear el pie de ninguno de los cientos de desocupados ocupantes de esta playa con exceso de aforo.
Cuando hayemos hecho nuestro un pequeño terreno, somos tan inteligentes que dejamos todos los objetos bajo la sombrilla y nosotros mismos nos tumbamos al Sol durante horas. Porque lo importante es que el agua siga fría, ¿no?
Después debo ignorar todas las poco tentadoras ofertas de jugar a las palas, dar paseos y, lo que es peor, bañarme en las aguas del Cantábrico, que, por muy cántabro que sea, no dejan de estar frías como un témpano. Y me tumbo tranquilo en la arena, confiando en que si tengo la mente en blanco, el tiempo acelerará.


Calor. Mucho calor. Un bochorno que lentamente se apodera de mí, enturbiando mis pensamientos, provocándome espasmos musculares. Me pesan los párpados, pero el Sol, abrasador e inflexible, se encarga de mantenerme en vilo. Gotas de sudor resbalan por mi espalda perlada. Miro al horizonte: el mar está en calma. También los humanos y familias dispersadas por la arena están mansos como corderos, pues todos disfrutan ahora de una placentera siesta. Así lo indica el mar de ronquidos y sonidos guturales que llegan hasta mis oídos.
Solo se oyen las gaviotas graznando y volando en círculos alrededor de las bolsas de basura que contienen briñones, paraguayos, y trozos de pan y queso.
En un alarde de valentía, me giro, quedando boca arriba y miro, desafiante, como el mejor doble de Clint Eastwood, al Sol. Por su altura deben de ser ya las dos de la tarde. Sé lo que significa eso: aún me quedan muchas horas recibiendo su radiación mortal.
Siento un pinchazo en la pierna y sé que me he quemado. Durante los siguientes días, cada ducha, cada baño, será un infierno para mi piel chamuscada.
Cojo un sombrero y con él cubro mi rostro. Disfruto de la privacidad que eso me da y, por fin, en la intimidad del tejido entramado de la pamela, ejecuto la mueca de asco que tanto tiempo llevo aguantando.
"No soporto este calor infernal, ni entiendo por qué malgastar un día entero aquí desparramado. En el fondo todos odian la playa. Quiero estar ahora durmiendo esta misma siesta en la cama. Sí, en la cama, donde no hay avispas, medusas, quemaduras, visiones desagradables, ruido, arena, ni niños que te rebocen de esta, probablemente el peor invento (la arena, no los niños), un invento que echa a perder tu pelo y tu ropa."
Señores, cuando sea mayor y tenga mi propio coche, nunca verá el mar.

No hay comentarios: