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24/7/20

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La libertad no existe

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1. Introducción

Vamos al grano: hoy voy a hablar sobre la libertad. Sobre cómo no existe, cómo da igual que no exista, cómo debemos creer igualmente, en cierto grado, que existe, cómo pasa a existir una vez lo creemos y cómo nada de lo que estoy diciendo tiene por qué tener sentido. Empezaré hablando con bastante concreción y, después, por la propia naturaleza de lo que estoy diciendo, tendré que acabar de una forma muy abstracta, casi artística. Si llegas hasta el final, enhorabuena.

Bien es cierto que, y como ocurre con la mayoría de términos genéricos, la existencia de la libertad dependerá de cómo definamos esta palabra. Sin embargo, entendida como la facultad de tomar decisiones con autonomía, de escoger hacer B frente a A, no existe.

2. No hay decisión si no hay alternativa

Expliquémoslo con un ejemplo: pongamos que un hombre llamado Paco va, en pleno paisaje desértico, por un camino que se bifurca, y tiene que decidir ir por la izquierda o por la derecha.
Si hubiera un hombre apuntando con un bazoka al camino de la izquierda y mirándonos de forma amenazante, probablemente, y de no ser un suicida, escogería ir por la derecha. Pero ¿habría sido eso una decisión? ¿Realmente fue la izquierda una alternativa en algún momento? Parece bastante fácil encontrar razones externas que expliquen por qué Paco acabó yendo por el camino de la derecha.
Unos pasos después, el camino se vuelve a bifurcar. Esta vez, nadie amenaza, pero hay un señor que dice que por el camino de la izquierda se va a un oasis. Sin pensarlo demasiado, Paco tira por la izquierda y, más adelante, encuentra otra división. No hay nadie amenazando ni aconsejando, y tampoco hay rastro del oasis: ¿por dónde habrá de seguir? Tras meditarlo largamente, y sin ninguna seguridad, decide ir por la derecha.
Dejemos ya de lado si Paco llega al oasis. Esperemos que sí, pero es irrelevante para seguir explicando esto.
En el segundo caso, se ha producido una persuasión. Paco escogió la izquierda porque alguien le dio razones para desear ir por ese camino. Pero ¿pudo él controlar que se lo dijeran? ¿Seguiría habiendo sido una decisión libre si ese alguien le hubiera mentido? Y si no, ¿acaso no lo deja de ser, también, desde el momento en el que Paco tiene una sed que no puede controlar?
El segundo caso parece más libre. Al fin y al cabo, no hay elementos que sesguen la respuesta, pues el destino de ambos caminos es igual de desconocido. Pero finalmente se toma una decisión. ¿No es el hecho de que se haya tomado una decisión la prueba empírica de que no se podría haber tomado la otra? ¿No habrá tenido que haber un factor, aun infinitesimal, que incline el resultado a esto?
¿Tiene sentido, entonces, usar la palabra "decisión", si no se enfrenta a ninguna alternativa? Para a quien esto suene demasiado determinista, voy a abandonar el ejemplo y meterme en materia.

3. Cómo "decidimos"

Los seres humanos somos seres vivos que, como tal, interactúan con el entorno. Hay una información de entrada, que llega por los sentidos, y otra de salida, en forma de movimientos (también las vibraciones de las cuerdas vocales para hablar lo son), de cuya decisión y ejecución somos más o menos conscientes. La información de entrada procede del entorno (un ruido, la salida del Sol, un tropiezo, una mala noticia transmitida en forma de símbolos trazados sobre un papel y recibidos por los ojos como ondas de luz). Esta información se procesa en el sistema nervioso y, para finalizar, este genera la respuesta en forma de salida.
Una ingenua teoría de la libertad aseguraría que la información de entrada determina un abanico de opciones, y el sistema nervioso (el ser humano, en definitiva, en la única parte en que es relevante respecto a su toma de decisiones) escoge de entre una de ellas. Pero el abanico de decisiones es una mera ilusión, una sensación moldeada por la evolución que, durante milenios en los que no hemos tenido suficiente ciencia para saber que no somos libres (como estamos empezando a averiguar ahora), ha determinado que nos sintamos fuertemente como tal al ejecutar un acto (que siempre es una respuesta) sin saber qué nos lleva a ejecutarlo. Si hacemos algo que favorece nuestra sensación subjetiva de supervivencia, sentiremos que hemos escogido bien; si ocurre lo contrario, sentiremos que hemos escogido mal. Se hace necesario sentir que escogemos para poder favorecer determinados comportamientos en nosotros.
Por una parte, el entorno es incontrolable. No puedo escoger qué me va a pasar hoy al salir a la calle, y si no salgo, qué me va a pasar al quedarme en casa.
¿Y acaso puedo escoger qué hacer de entre lo que me venga dado que pase?
Tampoco, y es que por otra parte, el sistema nervioso que toma las decisiones (lo que podríamos llamar "nosotros") es un medio físico, es materia, y, como tal, se somete a las reglas de la física. No parece haber escapatoria para explicar un ente autónomo que tome decisiones, a no ser que recurramos a estar animados por un Dios o un ente extracientífico, en cuyo caso tampoco seríamos plenamente autónomos por nosotros mismos. Es cierto que cada genoma humano, en tanto son ligeramente distintos entre sí, favorece diferencias psíquicas, y como tal hará que cada uno reaccione de forma diferente a los mismos estímulos. Pero tampoco programamos nuestro genoma.
Y aunque tuviéramos las herramientas y, de facto, pudiéramos programar nuestro genoma o modificar el entorno absolutamente para condicionar lo que nos pasa, cabría preguntarse por qué lo hemos hecho. Quizá nadie nos haya forzado a ello y lo hemos hecho porque pensamos que es lo mejor para ser libres, es decir, en última instancia, porque hemos querido hacerlo. Pero ¿por qué hemos querido?
Si te ofrezco una manzana y una pera, sin condicionarte, y te gustan más las manzanas, escogerás esta última. Has sido libre de escoger la manzana, pero no de escoger que te gusten las manzanas. Siendo el escogerla poco más que una manifestación de ese gusto involuntario, nunca hubo más opción que la manzana
Incluso si desarrolláramos una inteligencia omnipotente que fuera capaz de modificar nuestro genoma, y también todos los aspectos de nuestra vida que determinaron nuestro gusto sobre frutas, para que nos acabe gustando más la pera, habríamos desarrollado esa inteligencia porque habríamos querido. Y ya hemos visto lo que significa "querer". Si esa inteligencia no fuera desarrollada por nosotros, por cierto, entonces estamos hablando de un dios, y no lo voy a tener en cuenta como posibilidad.

4. Pruebas experimentales: Skinner, Milgram

Todo esto no es algo que me haya inventado yo. Burrhus Frederic Skinner fue un psicólogo del Siglo XX que desarrolló lo que él llamaba "conductismo radical", una exacerbación del primer término, que estudia y analiza la conducta humana. Si sabemos qué hace que alguien se comporte como lo hace (refuerzos, castigos, premios, miedos, información, en definitiva), podremos establecer leyes que rijan el comportamiento. Las limitaciones son muchas, y aún no ha sido posible desarrollar una ciencia absoluta que explique todas las causas y consecuencias del comportamiento. Pero que no se haya podido hilar tan fino (y probablemente, nunca se pueda, si bien se seguirá avanzando) no significa que el margen aún no comprendido sea automáticamente libre albedrío mientras nada parezca indicarlo. En consecuencia, Skinner negaba la existencia de la libertad y proponía crear una sociedad en la que existieran los estímulos y condicionantes adecuados para que las personas se comportaran de manera que el bienestar se maximizara. Puede parecer una gran injerencia, pero ¿una injerencia en qué? ¿En una libertad que no existe? Es sólo dejar de someter al entorno no analizado el comportamiento de las personas para crear un entorno modificado que igualmente las someta. Una modificación que, en última instancia, se habrá realizado por la voluntad incontrolada de alguien que la empezó a diseñar.

Los ejemplos son abundantes:
Las terapias cognitivo-conductuales son aquellas en las que un psicólogo nos da herramientas para que modifiquemos nuestras conductas y pensamientos.
La ingeniería social se refiere a la teoría política que propugna crear condiciones para favorecer o desincentivar ciertos comportamientos en la sociedad.
Toda persuasión es un incentivo para cambiar el comportamiento de una persona.
El marketing, en el que profundizaré más tarde, y aunque tenga margen de error porque lo hacen humanos, es persuasión, es orientación de la conducta.

Todas estas son modificaciones del entorno para cambiar nuestros actos, pero sin modificación intencionada también hay una conducta determinada por este entorno, con la única diferencia de que nadie habrá estudiado qué va a pasar a partir de él. La probabilidad de que en una moneda salga cara o cruz se suele señalar como 50% para ambas, pero eso no es más que plasmar nuestras limitaciones de conocimiento. La verdadera probabilidad es 100% de una de ellas, y se demuestra tras el lanzamiento. Pongamos que se tira una moneda con un determinado tamaño, peso y forma con una determinada velocidad y trayectoria y sale cara. Si volvemos a repetir el experimento con las mismas características, no existe margen alguno para que no salga cara. Así, el lanzamiento de monedas no es un fenómeno aleatorio, sino físico. Así lo demuestra Persi Diaconis, matemático estadounidense, en su estudio "Sesgo dinámico en el lanzamiento de la moneda". Los humanos no somos más que monedas terriblemente complejas.

Volviendo a Skinner, este psicólogo desarrolló algo muy interesante denominado "Proyecto de la paloma". La teoría se desarrolló con objetivos militares. La idea consistía en entrenar a estas aves para que picotearan formas concretas (cuadrados, círculos) buscando alimento. Una vez condicionada para hacerlo, la paloma picoteará en la dirección en la que vea esta forma, también delante de una placa transparente. Si encerramos a la paloma en un cubículo transparente volador adosado a un proyectil, entrenamos a la paloma para picotear formas de aviones o barcos e introducimos en la pantalla un sensor que detecte el sentido del picoteo, tenemos un proyectil dirigido y capaz de perseguir una forma, incluso si esta está en movimiento. Y los humanos no somos más que palomas terriblemente complejas.

Siguiente y último ejemplo. Vamos a hablar del experimento de Milgram.
Se realizaron tras la condena de Adolf Eichmann a muerte por crímenes contra la humanidad durante la Alemania nazi. El experimento fue llevado a cabo en 1963 por un psicólogo estadounidense llamado Stanley Milgram. Milgram reunió a 40 varopintos voluntarios que acudían bajo la premisa de un pequeño pago a cambio de participar en lo que se presentó como un estudio sobre la memoria y el aprendizaje (es decir, en ningún momento se presentó como un estudio sobre la obediencia a la autoridad, que es lo que en realidad era). En el experimento participaban el investigador, el “maestro” (uno de los voluntarios) y el “alumno” (un actor cómplice del investigador, presentado ante el maestro voluntario como un voluntario a su vez). Acto seguido, el supuesto alumno se separaba del maestro por una pantalla transparente y se sienta en una aparente silla eléctrica en la que se le colocan electrodos por el cuerpo, señalándose que pueden tener efectos muy dolorosos pero en ningún caso irreversibles. Se le aseguraba a la silla para, supuestamente, evitar que se moviera debido al dolor. Todo esto es presenciado y escuchado al otro lado por el maestro, que está frente a un panel que regula la intensidad de las descargas con indicadores que van de “moderado” a “fuerte”, “peligro: descarga grave” y “XXX”.
Después, se simulaba el supuesto experimento, en el que el maestro debía enseñar pares de palabras al alumno y este recibía descargas (o eso creía al voluntario) al no recordarlas. El investigador, por su parte, va pidiendo al maestro que suba la intensidad de la descarga, y al “aplicarlas” el actor simulaba desde breves espasmos hasta auténticos aullidos de dolor. A partir de los 300 voltios, el actor simulaba quedar inconsciente y sólo realizaba estertores. Antes de eso, incluso se quejaban de dolores cardíacos. Si el maestro se oponía a seguir dando descargas, el investigador le persuadía diciendo simplemente “continúe, por favor”, “es esencial para el experimento que siga haciéndolo”, “no tiene opción, debe continuar”, etcétera. Si después de esto había un segundo intento de claudicar, se permitiría al maestro abandonar el experimento.
¿Cuál fue el resultado de este experimento? Si bien hubo quejas generalizadas, risas nerviosas o solicitudes de devolución del dinero por ser voluntario, ninguno se negó a pasar de los 300 voltios, y el 65% llegó a 450, el máximo de la máquina. Pudieron haberlo matado, y eran individuos sanos y una muestra rigurosa. Algunos sujetos recalcaron que no se hacían responsables de lo que pasara, y tras la confirmación del experimentador de que él se había responsable, siguieron. Otros se mostraron bastante preocupados y mostraron alivio al saber que el otro participante era un actor, pero nada de eso impidió que aumentaran las descargas.
Milgram había predicho que los sujetos sólo llegarían, de media, a los 130 voltios, y que sólo algunos sádicos llegarían al máximo. Tras el experimento, concluyó varias cosas, a saber: que la conciencia del individuo se amilana mucho ante la autoridad, que los sujetos eran muy obedientes, pero más aún si eran lejanos socioeconómicamente a los actores, que también obedecían más si se sentían más próximos a la autoridad o si ellos mismos eran autoritarios, que hombres y mujeres obedecían por igual y otras tantas conclusiones. Pero, sobre todo, pudo extraer dos teorías: la del conformismo, que establece que el individuo es propenso a delegar su responsabilidad y pensamiento crítico en el grupo; y la de la cosificación, que enuncia que, en condiciones adecuadas, tenemos la capacidad de vernos a nosotros mismos como meras herramientas en manos de otras personas. Así funcionan los ejércitos, las bandas terroristas, pero también los predicadores acérrimos de un partido y tantas otras cosas en la sociedad.
Ya veis: no tiene mérito ser un nazi, todo el mundo puede.

5. La consecuencia es el determinismo
Hace unos días, hablando de estos temas, una amiga me preguntó que por qué yo era yo y no ella, y por qué ella era ella y no yo. Aunque el tema enlaza más bien con la conciencia, también viene a corroborar lo que he estado diciendo en esta entrada. Mi respuesta fue que si yo fuera ella, habría de tener sus condiciones, su fecha y lugar de nacimiento, su familia, sus condicionantes, su cuerpo, su cerebro, etcétera, y entonces ya sería ella. Ergo ella sólo puede ser ella, y yo, al modo contrario, sólo puedo ser yo.
Si yo hubiera nacido un 20 de Abril de 1889, llamándome Adolf Hitler, en Austria, recibiendo los mismos estímulos que Hitler, los mismos traumas, las mismas alegrías, el mismo rechazo de la Academia de Arte, si hubiera estado en la misma celda de la misma cárcel el mismo tiempo y mi cerebro hubiera tenido la misma estructura, habría hecho lo mismo que Hitler porque sería él.
Si hubiera nacido con el cerebro, genoma y rodeado del ambiente de cualquier ejecutor del ISIS, haría lo mismo que él, porque sería él.
Pero no todo es eso. Lo mismo podría pasar si se me pone en las mismas condiciones que Mahatma Gandhi, Teresa de Calcuta, Donald Trump, Galileo Galilei, Alejandro Magno, Mao Zedong, Rosa Parks o Nelson Mandela, Paris Hilton o Kiko Rivera. ¡Qué escalofrío!
En definitiva, que la libertad, en última instancia, no exista, no es un concepto vacuo, sino lleno de implicaciones que no sé si empezáis a vislumbrar con todo lo que estoy diciendo. Si no hay acciones alternativas entre las que escoger, no hay decisiones. Y si no hay decisiones, no hay heroicidad, no hay valentía, mérito ni demérito, actos buenos ni malos, buenas ni malas personas, vagos o trabajadores, gente con o sin fuerza de voluntad. Estamos premiando a personas que sólo hacen lo que sus circunstancias, genética y ambiente les hacen hacer, y estamos castigando a personas que hacen lo mismo. No existe motivo alguno para estar agradecido a nadie por hacer nada, pues no le ha supuesto más que dejarse llevar; y tampoco existe motivo para reprochar a nadie ser un desagradecido, pues no podría no haberlo sido. No hay responsabilidad ni culpa.

Dicho todo esto, y si no lo pensabas antes, es posible que te haya estallado la cabeza o que ahora mismo estés pensando algo así como “Me da igual, no me vas a convencer”. Pero piensa esto bien: ¿por qué no te voy a convencer con todo esto dicho? ¿Acaso es porque has encontrado argumentos que aún respalden tu tesis contraria de que las personas somos libres y, como tal, responsables de nuestros actos, que aún puede ser; o acaso es la más probable posibilidad de que no sueltes tu manera de pensar porque el nihilismo que te pongo delante te planta frente a un abismo al que no te quieres enfrentar?

Esto tiene una explicación evolutiva. Como seres vivos, los humanos tendemos a querer perpetrar la especie, ya sea a través del mantenimiento de nosotros mismos o el de nuestra descendencia. Ahora imaginemos que el ser humano, por definición, fuera nihilista, que pensara todo esto dicho que he dicho anteriormente, pero de forma predefinida. No digo que ese ser estuviera necesariamente empujado al suicidio, por ejemplo. Pero, desde luego, está mucho menos implicado en la misión de permanecer con vida que si la vida le parece una cadena de decisiones, de buenas y malas personas entre las que escoger, de virtudes que desarrollar, de actos a evitar y, según se va desarrollando como sociedad, de leyes con las que castigar los malos actos, premiar los buenos, hacer lo correcto y combatir lo incorrecto. La selección natural hizo, desde el principio, que primaran los individuos que sentían interés por la vida, porque esta es la forma más eficiente de asegurar su perpetuación. Y el interés por la vida se mantiene cuando parece que somos un actor relevante en ella, algo que la puede modelar. Si no, como mínimo, se ve resentido. Nuestro cerebro construye constantemente significados, dota de fines a las cosas, da sentido a los actos, juzga todo lo que puede, pero esto no significa que lo haga por ser más riguroso. Resumiendo, nos tiene entretenidos. Nuestro cuerpo hace que recibamos cierta información del universo, a saber: una parte del espectro electromagnético, en forma de luz; la presión externa, en forma de tacto; la vibración de un fluido, en forma de sonido; etcétera. Pero no percibimos, por ejemplo, la radiación ionizante en forma de otra sensación, ni la densidad del aire que nos rodea en forma de un nuevo color; ni la imantación de una superficie que tocamos mediante una sensación que ni siquiera podemos imaginar. Percibimos cierta información, otra la tenemos que deducir por la ciencia y otra, probablemente, no la podemos ni siquiera intuir. Para más inri, la que recibimos nos llega en forma de caprichosas sensaciones. ¿Qué demonios tiene que ver que un elemento vibre a 440 Herzios con que oigamos un La? ¿Qué relación hay entre el color verde y una longitud de onda de 510 nanómetros? Ninguna. Es tan arbitraria como si sintiéramos los sonidos como patadas en el estómago y los colores como pitidos agudos. Simplemente ese orden de sensaciones fue lo que evolutivamente surgió. Fuera de nuestras frágiles y mortales conciencias, no somos buenos ni malos, ni responsables o irresponsables, pues ni siquiera somos personas: no tiene importancia que estemos separados del suelo o de la atmósfera transparente y visualmente nos percibamos como “cosas” independientes, porque “cosas” es un concepto humano. Somos materia funcionando en el todo que es el Universo bajo sus mismas reglas.
(Incluso, aunque esto lo dejaré para cuando hable de la conciencia, puede que “existir” en sí mismo sea también un concepto humano, y que nada sea).
Y para negar todo lo que estoy diciendo, es posible que mucha gente, por argumento, sólo tenga para defenderse la fuerte sensación de ser libre y tomar decisiones. Pero ¿acaso puedes seguir confiando en tu mente, que es la que fabrica esa sensación?

6. Epílogo

Por último, quiero añadir tres precisiones.

La primera es que puedo estar equivocado en todo lo que he dicho, al igual que siempre que hablo, aunque no siempre tome la precaución de aclararlo. Al igual que otros sólo tienen la sensación de ser libres, yo sólo tengo por defensa, en última instancia, la sensación de haber empleado una lógica correcta. De todos modos, a día de hoy, y si sostengo estas tesis, es porque me parecen las que más probablemente estén en lo cierto. Por tanto, si alguien se agarra a la (aparentemente) mínima posibilidad de que no sea correcto, aduciendo (y tiene razón) que nunca podremos saberlo todo sobre todo, me gustaría preguntarle hasta qué punto está siendo honesto consigo mismo. Dicho de otro modo, hasta qué punto no está aferrándose a un comodín que siempre va a estar ahí, el de la duda, el de la posibilidad del error, para evitar caer en una crisis, o al menos incomodidad, existencial. Si yo usara ese método, podría creer, aferrándome a una mínima posibilidad, que dos y dos son cinco, que existe un Monstruo del Espagueti Volador o que es posible subir gasto público sin aumentar los impuestos ni la deuda. Y, en determinados casos, acostumbrarse a utilizar el comodín de la duda puede provocar un pensamiento errático e incoherente que puede acabar siendo perjudicial al aplicarse. “Perjudicial” como concepto humano, claro.

La segunda precisión es sobre las implicaciones políticas y sociales de lo que aquí estoy diciendo, aunque esto lo desarrollaré en otra entrada en la que someto a crítica el liberalismo. Básicamente he dicho que no hay que estar agradecido a Mandela, lo cual ya es jugársela, pero aún peor habré quedado tras decir que, en última instancia, no se puede asociar a Hitler con ninguna culpa. En primer lugar, diré que yo no empecé a razonar sobre la libertad con la idea de exculpar a ningún genocida, sólo fue una consecuencia de mi curiosidad. En segundo lugar, creo que debemos seguir creyendo en ciertos conceptos aunque ya se hayan mostrado falsos. Es decir, dicho de forma simplista, sigo siendo partidario de meter a los asesinos en la cárcel, de denunciar la corrupción pública como si fuera realmente intencionada y maligna o de dar becas al que mejores notas saca. “Pero Miguel, es injusto hacer eso cuando no son responsables de sus actos”. Pues bien, yo digo: tampoco la injusticia existe, así que no me acuses de nada. Simplemente creo que para maximizar el bienestar de cada uno de los individuos de una sociedad debemos seguir aplicando y creyendo en los conceptos en los que nuestra evolución nos ha hecho creer hasta que la ciencia los desmontó. Así, apuesto por una mezcla de “sensación de libertad” (es decir, falta de coacción evidente) y reglas que castiguen o premien los actos como si de una decisión se trataran (sí, renunciando a todo rigor), pero sin llegar al extremo de Skinner.

La tercera y última precisión es que, aunque esté desmontando el sentido de todos los términos, palabras, conceptos y los significados y/o sensaciones que se le asocian (y si siguiera podría desmontar, probablemente, el lenguaje entero), voy a seguir utilizando el lenguaje. Lo necesito como mal menor. Necesito seguir usando las palabras “libertad”, “bien”, “mal”, “responsabilidad”, “culpa”, etcétera, aún después de haberlas desmontado, al menos para mí. Para desmontar una palabra necesito otras, y viceversa. Y es que no me quiero poner poético, pero si hablar es siempre mentir, necesito mentir; y si el lenguaje es lo que conforma nuestra realidad, al fin y al cabo ya vivimos en una mentira perpetua e inevitable, así que ¿qué problema hay con asumirla?
Aunque, bien pensado, ¿para qué he pensado todo esto, si no puedo poner en práctica nada de lo concluido? ¿Pero para qué me pregunto “para qué”, si nada tiene una finalidad? ¿Y no sería mejor vivir directamente en una falsedad y renunciar a toda ciencia? ¿Pero acaso eso no iría en contra de nuestra curiosidad, implícita a la evolución del género humano? ¿Pero por qué la evolución ha sido tan cruel de dotarnos de una curiosidad que nos lleva a ver la farsa en que vivimos debido a la propia evolución? Aunque bueno, la crueldad no existe. ¿O sí, si como he dicho no tengo más remedio que creer en ella?

Bueno, ya está. Como dijo Sócrates, sólo sé que no sé nada, pero yo ni siquiera estoy seguro de eso. Nos vemos en la próxima.

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