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17/7/20

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Vuelvo a las redes

Medios de comunicación, derecho a la propia imagen y redes ...

1. Introducción

Hace tiempo que dejé las redes sociales. El 6 de junio, concretamente, dejé un mensaje en Instagram, otro en el blog, y otro en Twitter (creo, porque tampoco me acuerdo muy bien de este último caso) de que abandonaba las redes. También dejé Facebook (aunque no fue difícil) y el canal de YouTube. Así mismo, y como parte del experimento general, también suspendí mi hábito de picotear información y actualidad constantemente no ya sólo por redes ni Internet, sino a través de cualquier medio.
Pero centrándome en las redes en particular: entre otras muchas cosas, estaba cansado de ver cómo, a pesar de mi voluntad de usar menos tiempo las redes, especialmente Instagram, al final de cada día acumulaba inevitablemente hasta dos horas o más navegando por ahí. Es cierto que parte del tiempo lo dedicaba a menesteres de más altura que scrollear en busca de memes o pasar historias de mis seguidos compulsivamente. No hago un uso típico de Instagram o Twitter, aunque de eso hablaremos más tarde. En cuanto al blog, si bien no está sometido a la lógica que genera tantas cosas indeseables en las redes sociales, también hube de cortar toda comunicación a través de él (en definitiva, dejar de publicar), pues mi experimento abarcaba dejar de sermonear a los demás y, en cambio, ver qué tenían los demás que decir, especialmente en contextos de discursos más elaborados, como libros, documentales, entrevistas y conferencias. Seamos honestos: nunca pretendí dejar de comunicar permanentemente. Sigo siendo una persona que va por la vida con un run-run incesante en la cabeza y que necesita exteriorizarlo periódicamente para no colapsar, escribirlo para llevar un registro de mis cada vez más frecuentes cambios de paradigma y contrastarlo con las ideas de otros y las de mi yo del pasado (otro, al fin y al cabo).  Simplemente, necesitaba un descanso, un período de aprendizaje y reflexión y una terapia de choque para comprobar si se puede vivir y, sobre todo si se puede comunicar, sin redes.
Es difícil definir el propósito de este experimento que hice con más exactitud de la que ya he empleado, y es que cuando investigas sobre algo nunca sabes qué vas a descubrir. Yo descubrí que esta pausa no sólo me haría aprender sobre los campos a cuyo estudio dedicara el tiempo ahora restado a las redes, sino que, tanto a través de libros como por experiencia propia, acabaría aprendiendo y cambiando bastante mis puntos de vista sobre las propias redes. Pero además de en estas, con sus evidentes fallos, descubriría una serie de problemas implícitos en lo que hoy implican el teléfono móvil, las plataformas de Internet y el uso habitual que hacemos de ellas.

2. Nada es gratis

En primer lugar, hay que entender que las redes sociales son un negocio. “La nube” no es un conjunto de bits suspensos en la atmósfera, sino una enorme infraestructura de silicio, cables y servidores que hay que construir, ampliar, mantener y enfriar constantemente para que las naves industriales que los contienen (llamadas “centros de datos”) no ardan. Todo esto tiene un coste, y no es pequeño. Los diversos estudios cifran el consumo de energía mundial por parte de los centros de datos entre el 1 y el 2,5% del total; y por cierto, también se cifra la contaminación mundial derivada del almacenamiento, generación e intercambio de información en alrededor del 4% del total. Pero volviendo a la factura energética: esto no es gratis. Tampoco lo son sus oficinas, sus expertos en marketing, sus diseñadores, etc.
Habremos oído mil veces que cuando el producto es gratis, es porque el producto es el propio consumidor. Creo que no somos conscientes de las implicaciones que esto tiene. La más directa es que se está sacando dinero, al menos en parte, del tiempo y el esfuerzo de los mal llamados “usuarios”, es decir, de nosotros, de mí, que estoy subiendo esta entrada, y de ti, que lo estás viendo desde una cuenta. Se está monetizando un trabajo para beneficio de otros y que recibimos a cambio no es dinero, sino un servicio cuya utilidad en ciertos casos ni siquiera sabríamos definir, un servicio diseñado para percibirse como necesario y que, a fuerza de generalizarse, se está volviendo efectivamente necesario.
Imaginemos un mundo en el que las redes sociales fueran de pago para el usuario, en el que, por ejemplo, hubiera una tarifa mensual por un determinado tiempo de uso. No es tan raro de concebir: al fin y al cabo, para viajar en autobús, no tenemos que ver antes un anuncio de quince segundos, sino que pagamos; para ir a cenar por ahí no rellenamos encuestas de satisfacción con el restaurante, sino que nos sentamos, comemos y pagamos; para adquirir un libro (piratería aparte) no tenemos que hacernos una cuenta, revelar hasta nuestro signo del zodiaco y crear una contraseña, sino que pagamos al librero y nos piramos de allí. Resulta extraño que, habiéndose diseñado un sistema como el dinero, que estandariza nuestra productividad y el valor de nuestro tiempo, y una divisa con la que puedes acceder a cualquier producto o servicio en casi toda la zona euro, haya un servicio que usamos diariamente que no funcione con este sistema.
Y es que si realmente tuviéramos que cuantificar cuánta parte del valor de nuestro tiempo (dinero) estamos dispuestos a pagar por el servicio que nos ofrecen las redes, seríamos mucho más cautos, más exigentes con ellas. Esto lo saben los propios creadores y directivos de las empresas que las gestionan. Si bien depende del uso que se les dé, y salvando las distancias, podemos decir que para el usuario medio las redes no tienen demasiado valor. Por eso tienen que ser gratuitas: para captar usuarios. Esta gratuidad, más bien aparente, lo cambia todo, definiendo la relación del usuario con el servicio. Hoy, las redes sociales no podrían ser de pago sin dejar de ser lo que son, y es que están marcadas por todo un modelo de negocio que tiene por base la gratuidad aparente de cara al usuario y que llega a ser tan definitorio para el desarrollo del servicio que, más que un servicio, podríamos hablar ya de un algoritmo que optimiza la generación de beneficios para la empresa bajo la leve pero necesaria sensación de prestar un servicio para el usuario.
¿Y con qué pagamos, si no es con dinero? Se puede decir que con nuestro tiempo y energía. Sin embargo, yo prefiero ir más allá y centrarme en lo que verdaderamente tiene valor: pagamos con nuestros datos. No en vano se dice muchas veces que estamos en la economía de la información.

3. Recabación de datos

Se ha generalizado que hoy día todos tengamos a menos de un metro de distancia y durante la mayor parte del día un smartphone. Podemos definir un teléfono inteligente desde el punto de vista de para qué nos sirve a nosotros o desde el punto de vista de qué contiene y que potenciales funcionalidades alberga. En esta segunda definición, nos encontramos una máquina con como mínimo dos cámaras, un micrófono, tres sistemas de geolocalización y, generalmente, un sensor de luz ambiental, un giroscopio, un acelerómetro y un sensor de proximidad. Si vamos ascendiendo de gama, a estos básicos se pueden añadir un sensor de huella dactilar, un magnetómetro, un sensor cardíaco, un podómetro o un sensor infrarrojo. A esto se añade una conexión a Internet posible por varias vías, generalmente siempre activa, y una batería que se encarga de que los sensores y la conexión siempre puedan estar en funcionamiento. Esto, básicamente, es un arma de doble filo: nos permite acceder a los servicios que, como mínimo, creemos necesitar, pero también permite la extracción masiva de datos que, de hecho, requieren estos servicios. Y ahora sólo voy a hablar del móvil, no ya de los asistentes para el salón de casa, de la tele inteligente o de otros aparatos conectados al llamado Internet de las Cosas.
¿Y qué datos se pueden extraer sobre ti? Básicamente, todo. Claro que esto es en potencia: que el invento permita extraer tales datos no significa que vaya a hacerlo. Pero primero, seamos conscientes del riesgo de un uso ilimitado de la potencialidad del móvil. Imaginemos que la información recopilada por los sensores de tu smartphone puede ser recabada a través de Internet por un sociópata obsesionado contigo.
Solamente con un estudio adecuado de la localización se puede saber a qué hora te despiertas, dónde has dormido, qué comercios frecuentas y te interesan, qué ocio frecuentas y te interesa, a qué personas vas a ver y en qué orden, a dónde vas con esas personas, en el horario de qué películas vas al cine, y por tanto cuáles ves, a qué horas comes, descansas, vas a trabajar, trabajas y te vas a dormir, qué variabilidad de hábitos tienes y qué posibilidad de hacer lo mismo que hoy tendrás mañana.
Si le añadimos el giroscopio y seguimos almacenando su información sin piedad, el sociópata podrá saber si el móvil va en la mano o en el bolsillo, si vas corriendo o andando a los sitios, si te desplazas en coche, si te gusta hacer deporte, y por tanto, si estás en forma, etcétera.
La información extraída de las cámaras es mejor aún si se combina: por la trasera, confirmar dónde estás, a quién tienes cerca y qué estás haciendo; por la delantera, evaluar cómo te está sentando el hecho de estar ahí, según con quién y haciendo qué, cómo reaccionas a un vídeo en tu ordenador, a una valla publicitaria o a un anuncio político. Aunque las imágenes también pueden ser una poderosa fuente de información por sí mismas: un algoritmo desarrollado por la Universidad de Stanford puede acertar con bastante fiabilidad y sólo una foto de tu rostro si eres heterosexual y homosexual (lo cual viene a corroborar mi opinión de que en la sexualidad casi todo es biológico, pero bueno, lo dejamos para otra). (https://www.lavanguardia.com/vivo/lgtb/20170909/431163889967/estudio-algoritmo-orientacion-sexual-stanford.html)
Lo extraído por el micrófono, por su parte, es obvio, y no olvidemos el resto de sensores menores.
Pero no olvidemos tampoco el efecto de sinergia de combinar la información de todos estos sensores a la vez. La sinergia es el efecto por el que la suma de dos o más cosas produce más efecto que el de cada una de estas añadido por separado: cámara y micrófono, por ejemplo.
Además de esta forma tan directa de recabar datos, existen otras muchas que son empleadas, y tienen que ver con el uso que le damos a las aplicaciones. Cuando entramos en Instagram o Twitter, o vemos un vídeo en YouTube desde una cuenta, solemos aportar información muy completa sobre nosotros: qué contenido vemos, a qué horas, cuánto tiempo mantenemos la atención en él, en qué parte del vídeo damos el like, qué palabras nos llevan a compartir un tweet, etcétera. Estos datos, bien tratados, nos pueden dar un perfil de gustos, debilidades, habilidades o incluso inclinaciones políticas de cada usuario.

3.1. Pero… ¿se recaban?
La buena noticia es que no hay tantos sociópatas ni tantas personas obsesionadas contigo. La mala es que hay muchas empresas obsesionadas con ganar dinero, y los algoritmos pueden hacer lo mismo que un sociópata estudiando toda la información que reciban con el mismo ahínco, venga de quien venga, sin importar el grado de injerencia en las vidas privadas y a un coste de energía y tiempo mucho menor que las personas, en constante optimización, además de eliminar el conflicto moral de que lo hagan, ya que no son personas conscientes. Nuevamente, esto es lo que los algoritmos podrían hacer en potencia. Pero ¿realmente se hace?
Bueno, por regla general se hace lo que es rentable. Y el modelo de negocio de las redes sociales, y de todo aquello que aporta funcionalidades típicas de estas, se basa en la publicidad para poder permitir esa gratuidad que comentábamos. Así que sí, se hace. No sabemos en qué forma exacta, pues los algoritmos son desconocidos para casi todo el planeta, se autoprograman con inteligencia artificial y están protegidos por varias leyes. Pero se hace.
Cuando haces propaganda en una marquesina de autobús, debes dar con un mensaje que valga para casi todo el mundo, pues tu público potencial es muy variado. Si, en cambio, te anuncias entre dos historias de Instagram o tras una publicación de Facebook, el mensaje tiene un público mucho más concreto: en el caso más optimizado, sólo lo vas a ver tú. Como potencial cliente con un perfil muy definido, y dadas las funciones potenciales del móvil, no parece lógico que se te exponga un anuncio genérico ante el cual tengas una respuesta tibia. Para la empresa anunciante, sería una pérdida de dinero en coste de oportunidad. Se crean, por tanto, incentivos (y luchar contra los incentivos es como nadar a contracorriente) para que el anuncio sea lo más personalizado posible ante el público más concreto posible. Y para personalizar un anuncio hay que conocer al cliente. Y para conocer al cliente hay que recabar datos sobre su usuario de la red en concreto, lo cual es más fácil aún cuando “sincronizamos” todas nuestras cuentas en forma de correos de recuperación, cuando Facebook compra Whatsapp como ha hecho o cuando derivamos nuestros datos a una cuenta de Google. En definitiva, existen incentivos para recabar todos los datos posibles de cada usuario y ordenarlos, categorizarlos e interpretarlos mediante algoritmos (humanamente sería imposible) con el fin de darles una utilidad comercial. Estos datos, más o menos procesados, se venden finalmente al mejor postor, por ejemplo, entre lo que se llaman los data brokers, empresas que se dedican a la compraventa de datos personales. Y si existen incentivos para que algo se haga, se hace.
Es por ello que las plataformas de Internet se hayan convertido en un sector muy popular para la publicidad, estimulando un modelo en el que cuantos más datos se recaban sobre el usuario, más rentable es el negocio.

4. Mecanismos de engagement

La recogida de datos no solo se deja al libre comportamiento del usuario: nuevamente, las empresas tecnológicas tienen incentivos para diseñar productos que nos mantengan el mayor tiempo posible pegados al producto, es decir, a la pantalla. No se maximiza la calidad del servicio, sino el tiempo que este es empleado. Y esto es así porque las empresas no buscan la calidad, sino la recabación de datos, y a más tiempo de uso, más agregación de datos. La teoría de que las empresas han de primar el interés de sus clientes si quieren sobrevivir frente a la competencia tiene mucho de interesante e incluso de guía económica, pero peca de simplista desde un análisis histórico y lógico, porque existen “atajos” intermedios, como el engaño y el marketing y la manipulación (palabras que sólo diferencio para quien considere que no son lo mismo), que mantienen a los clientes consumiendo un producto o servicio, en este caso, que genuinamente no desearían en la mayor parte de los casos.
Este es el caso de las redes sociales y de algunos de los mecanismos de otras plataformas de Internet que utilizan las cuentas de usuario y la personalización mediante datos. McDonald’s recurre a fotos de hamburguesas muy por encima de lo que sirven en realidad. Facebook, Twitter e Instagram recurren a la más refinada ingeniería química cerebral. Los ejemplos son numerosos, y los estudios que amparan todo esto que digo también.

4.1. La irresistible incógnita
Hablemos de un psicólogo conductista al que, si es que no lo había hecho ya, voy a mencionar bastante de aquí en adelante: Burrhus Frederic Skinner. Este psicólogo estadounidense del siglo XX se especializó en estudiar los efectos en la conducta del ser humano de los estímulos del ambiente, y desarrolló una teoría sobre cómo modificando este ambiente, y sabiendo bien lo que hacemos, podemos causar un comportamiento determinado en la persona. También trabajaba con animales, como las ratas. En este último nos vamos a centrar para comentar la conocida “Caja de Skinner”.
Consiste en un espacio cerrado en el que se confina a una rata. El espacio contiene una palanca que, al presionarse, expulsa comida. Tras percutirla unas cuantas veces, y satisfecho con la recompensa acumulada, la rata dejaba de pulsarla. Pero si la palanca se programaba para dar comida en respuesta de forma aleatoria, unas veces sí y otras no, sin ningún criterio, la rata la activaba una y otra vez, comiéndose la recompensa sin atender a ninguna señal de saciedad, superando los límites fisiológicamente sanos. Se había hackeado su sistema de recompensa cerebral con un elemento de azar. Y esto es exactamente lo que ocurre cuando el usuario medio entra en las redes sociales. La dopamina, que actúa de forma preventiva, nos motiva ante la posibilidad de que, al entrar, tengamos un like recibido, un comentario en el último post, el último trending topic sea interesante y polémico o haya subido foto nuestro amor platónico. Si la apuesta fuera segura, no sería tan emocionante ni tan adictiva y entraríamos menos, es decir: se haría menos negocio. Nos tratan como a ratas, literalmente. El efecto de ansia que nos produce no saber qué vamos a encontrar, el gozo derivado de encontrar interacciones al entrar y la ansiedad experimentada al no poder entrar en las redes o dejarlas un tiempo es una fuerza tan potente que hasta existe una patología psicológica con su nombre: FOMO, Fear of Missing Out, es decir, “miedo a perderse algo”. Yo mismo sentí esta angustia al salir de Instagram, y fue eso de los primeros impulsos que me hicieron estar deseando volver. También os digo que se pasa en unos días. Si vosotros hacéis la prueba, probablemente sentiréis lo mismo. Hagamos examen de conciencia. Como algunos estudiosos del campo señalan, las interfaces de las redes sociales utilizan otros muchos mecanismos para mantener la atención del usuario mucho más tiempo que lo que él estaría de base, emulando técnicas de las máquinas tragaperras, un negocio tan rentable como destructivo que ha llevado a la aparición de regulaciones severas para reducir su capacidad de crear adicción. Por ejemplo, el tirar con el pulgar hacia abajo para actualizar el contenido guarda un gran parecido con las palancas de estas máquinas. No hay motivo técnico por el que el contenido no pudiera actualizarse automáticamente. Si se ha de tirar con el pulgar ante la incógnita de saber si habrá contenido nuevo o no es porque lo importante no es el contenido, sino el tiempo de uso, que se estira sin piedad todo lo posible para maximizar, a su vez, la recabación de datos con los que hacer mejores recomendaciones que maximicen el uso, y así en un círculo vicioso.
Y “estirar sin piedad” es estirar sin piedad. Voy a citar palabras de Reed Hasting, fundador de Netflix: “En Netflix competimos por el tiempo de los usuarios, así que nuestra competencia incluye Snapchat, Youtube, dormir, etc. […] Cuando estás viendo una serie de Netflix y te vuelves adicto […], te quedas viéndola hasta muy tarde. Competimos con el sueño, en los márgenes. Y una manera de saberlo es que somos competencia de HBO, pero en diez años hemos crecido a 150 millones [de espectadores] y ellos han seguido creciendo […]. Si lo piensas como que no les hemos afectado, la pregunta es por qué. Y es que porque somos dos gotas en el océano, tanto del tiempo como del gasto de la gente”. Fin de la cita.
En resumen: cuidado con las interfaces de todo lo que tenga contenido personalizado asociado a una cuenta.

4.2. Sesgos cognitivos
Pero no sólo ocurre esto. Resulta que, evolutivamente, al cerebro le ha venido bien no ser tan racional como a veces presuponemos, sino tener una serie de atajos que le permitan resolver las cosas de formas que se inclinen a favor de su supervivencia, aunque no sean del todo rigurosa o lógicas. Esto viene a llamarse sesgo cognitivo, y tenemos de muchos tipos, siendo los que más interesan los que afectan a la forma en que nos relacionamos con los demás. Los sesgos cognitivos tienen buena parte de la culpa de la irracionalidad humana, de las malas decisiones y de los prejuicios sobre los demás, que a gran escala crean sociedades injustas. Vamos a repasar algunos de ellos, y pensemos si acaso no se explotan en el contenido de estas plataformas (creo que en Twitter es especialmente llamativo).
Sesgo de confirmación: tendemos a aceptar sólo las pruebas que apoyan lo que ya pensamos, y rechazar las que lo desmientan aun cuando sea con la misma eficacia. Sentimos bienestar en el primer caso, e incomodidad en el segundo. Antes, y en el peor caso, esto se manifestaba en que un señor de derechas, por ejemplo, sólo leyera el ABC, pero aun así el ABC lo leen millones de personas y no puede irse muy al extremo dado que necesita público. En el caso más extremo, alguien se podía meter en una secta dentro de la cual todos pensaran lo mismo y todo estuviera revestido del poderoso sesgo de confirmación. Ahora, si usamos sin autocontrol nuestras redes sociales y no nos “informamos” sobre la actualidad por otras fuentes, podemos montarnos una secta personalizada sólo para nosotros en pocos días.
Sesgo o heurística de disponibilidad: si recordamos algo, es más sencillo para el cerebro utilizarlo como ejemplo de cómo son las cosas que crear o confiar en lejanas estadísticas ajenas a nuestra experiencia inmediata y lo que vemos todos los días, y no digamos ya que valorar diferentes posibilidades racionales sólo creadas por nuestra lógica. Luego hablaremos sobre los peligrosos efectos de este sesgo, pero demos un ejemplo ahora mismo: EEUU sobrerrepresenta constantemente los daños del terrorismo, y tiene a gran parte de su población alarmada con ello, considerándolo una prioridad. En los últimos 50 años ha habido unas 3.500 muertes por terrorismo en EEUU, y los ataques del 11-S costaron unos 30.000 millones de dólares en limpieza, daño material  y pérdidas de beneficios. Frente a esto, la lucha contra el terrorismo cuenta con más de 6.000 soldados estadounidenses muertos y 100.000 civiles de varios países. El Instituto Watson de la Universidad de Brown estima el coste de la “guerra contra el terrorismo” en 3 o 4 billones de dólares. Harían falta unas 1.700 actos terroristas al año para que el análisis coste-beneficio sostuviera todo lo que EEUU hace cuando habla de guerra contra el terrorismo. Pero los votantes son humanos y tienen el sesgo de disponibilidad. Así, no hace falta más que preocuparlos, que tengan siempre los ejemplos del terrorismo en su cabeza, y toda irracionalidad (con turbios intereses detrás, claro) queda automáticamente justificada.
Contagio afectivo: conforme el estudio del ser humano avanza, descubrimos que no somos tan racionales como nos definimos. Cuando estamos deprimidos o alegres, no opinamos lo mismo del mismo tema. Cuando hay pasión de por medio, nuestra lógica se corrompe. Así lo demuestran experimentos en los que no vamos a ahondar.
Presión grupal: esta es evidente y casi todos la hemos conocido empíricamente. Tendemos a aceptar lo que otros dicen sobre un tema si detectamos que vamos a quedar en ridículo o apartados del grupo de no hacerlo. El experimento de Asch (https://www.youtube.com/watch?v=tAivP2xzrng) lo ilustra perfectamente. Se coge a un grupo de unas pocas personas, de las cuales todas menos la última en hablar son actrices. Se les muestran varias líneas verticales que claramente tienen diferente longitud, y se les pregunta cuál es la más larga, la que más iguala la longitud de otra, etc. Todos los actores responden mal, y al final le llega al turno al pobre sujeto del experimento. Pues bien, un 37% cedía completamente a la opinión del grupo, un 36% se adaptaba a ella alternativamente, y sólo un 25% nunca cedió ante la presión y mantuvo su opinión original no ya en una compleja teoría económica o filosófica, sino en una realidad clara y visible. Resonancias magnéticas han mostrado en este experimento que muchos de los sujetos que se adaptaban al grupo no pensaban ya que estuvieran mintiendo, sino que creían en la mayor longitud de la línea más corta de forma genuina.
¿Cuántos de estos sesgos no nos autoreforzamos cuando usamos las redes sociales? Sin duda, pocos se salvan. ¿No son los trending topics presión de grupo? ¿No es la falsedad de las cuentas de los influencers una heurística de disponibilidad que nos hace sentir que nuestra vida es peor? ¿No se mide en, literalmente, corazones, emoción, la validez de un tuit frente a otro? ¿Y por qué todo esto está diseñado así? Porque es mucho más sencillo, rápido y generalista tratar de manipular o enganchar a alguien haciendo uso de sus sesgos cognitivos que conocer toda su psique para darle un contenido que, además, no va a tenerle tanto tiempo atento a la pantalla, a la aplicación, es decir, aportando datos. Hay cosas que son así a posta. Otras han surgido con el tiempo, cuando se ha juntado inocentemente a un montón de gente que podía dar un mensaje de un máximo de caracteres y comparar de forma artificial y velocísima el éxito de unos u otros.

4.3. Emociones negativas
También es muchísimo más fácil apelar a las emociones que maximizan el uso, a las emociones que de más fuerza nos impregnan, que meterse en complejidades melodramáticas. Además de las emociones tribales que ya hemos comentado, los algoritmos de las redes sociales tienden a premiar el contenido que genera emociones negativas sobre el que genera emociones positivas. Esto es así por la sencilla razón de que el ser humano suele sentir con más intensidad la indignación que la alegría, el enfado que la amistad, el odio que el amor. Si combinamos la mayor aparición de este tipo de contenidos con el sesgo de disponibilidad, el desastre se consuma. Twitter puede hacernos pensar que vivimos en un mundo en que la pobreza aumenta cuando está haciendo lo contrario o puede hacernos discutir durante semanas sobre una minucia de discusión en el Congreso de los Diputados mientras se aprueban leyes de mucha mayor importancia. Cuando los asesinatos están sobrerrepresentados en las noticias, la gente tiende a pensar no ya que sean peores moralmente que una muerte por gripe, sino que hay mucho más ratio de asesinatos por muertes por gripe. Y esto es un problema grave que nos confronta con la estadística, ciencia esencial a partir de la cual construir opiniones y políticas coherentes y útiles.

5. Repercusiones sociales de las redes antisociales

5.1. Radicalización y fin de la empatía
Los efectos sociales y políticos de todo esto, como ya estaréis intuyendo, son tremendos. Hay estudios que cifran que el 64% de los usuarios de Facebook que se radicaliza lo hace a través de las propias recomendaciones de la plataforma. Algo similar ocurre con Youtube en tanto que comparte con las redes sociales el hecho de personalizar las recomendaciones. En su artículo El Gran Radicalizador, la investigadora turca Zaynep Tufekci cuenta un experimento que llevó a cabo. Comenzó a ver vídeos de campañas de políticos de derechas desde una cuenta, y descubrió que el algoritmo la llevaba a vídeos cada vez más radicales. Llegó a los negacionistas del Holocausto y al Ku Klux Klan. Si seguía a un candidato de izquierdas, acababa en el marxismo, y de ahí a vídeos conspiranoicos sobre población drogada masivamente a través de las cañerías del agua. Cuando salió de la política le pasó lo mismo. Los vídeos de vegetarianismo llevan al veganismo; los vídeos sobre yoga, a ultramaratones. Nada es suficiente extremo si genera enganche y maximización del tiempo de uso. El músico James Bridle, en Something is wring in the Internet, habla de cómo los niños, sin supervisión, pueden empezar viendo a Pepa Pig y acabar con vídeos de mutilaciones. Youtube mismo dice que el 70% de los vídeos que se ven en su plataforma son previamente recomendados a los usuarios por su algoritmo. Yo no digo más.
Quizás todo esto suene muy extremo, pero pasa. Y si en nuestras vidas no nos ocurre se debe a una serie de factores que nos mantienen alejados como individuos de tal radicalización, pero esto no significa que no sea el lugar al que tienden los algoritmos a arrastrarnos, ni que no podamos acabar ahí, ni que no estemos alimentando a estas empresas con los datos con los que luego esto llega a pasarle a otras personas.
Y en España en particular, de todas maneras, es innegable que vivimos tiempos de polarización, tiempos en los que la empatía está a la baja y nos enfangamos en debates estériles. Las redes sociales saben que pasarás más tiempo en ellas si estás discutiendo que si estás de acuerdo con todo, por eso favorecen la polémica. Pero estamos en unos niveles de confrontación que, desprovistos de contexto, son simplemente surrealistas. ¿Cómo hemos llegado aquí? Mientras la vida avanza y cambia, en Twitter España podemos estar meta-discutiendo sobre la más pura nada: cómo nos parece mal que hace un año una persona diera retuit a un mensaje en el que uno decía nosequé sobre algo a la vez que un partido habían comentado nosecuantos de otro algo y después borrado el tuit… Son debates totalmente estériles, mero entretenimiento, y lo peor es que muchos sienten que están haciendo o contribuyendo a algo al mantenerlos vivos. Estamos rodeados de pequeños mensajes sin contexto, dogmas en pequeñas dosis que ignoramos, discutimos o retuiteamos en función de lo que nos hagan sentir. No entendemos ni queremos entender al contrario. El rival ideológico ya no es alguien, una persona, que es parte necesaria de la sociedad y con quien debemos colaborar y ceder para construir algo mejor, sino alguien que ojalá no existiera, para que las cosas pudieran ser como yo quiero sin trabas. En el extremo de que todos nos informáramos con fuentes generalistas, yo podría ser progresista pero aun así entender los argumentos de un conservador. Pero si nos informamos únicamente a través de las redes sociales, no podré entender por qué defiende lo que defiende, porque no veo su feed de contenido único e irrepetible, además de incoherente (es decir, que no lo encontraré así en un periódico) por cuanto lo forman pequeñas unidades de información sin correlación mutua. Su feed sólo lo ve él. Y él tampoco me entenderá a mí por la misma razón. Twitter pone el cuadrilátero y nosotros nos peleamos. Mientras, los políticos legislan.

5.2. Estancamiento
La humanidad ha ido evolucionando modestamente a lo largo de la Historia. Primero se abolió la esclavitud, luego se empezó a hablar de la separación Iglesia-Estado y tal, después de equiparar los derechos de las mujeres a los de los hombres… Lentamente, demasiado lento, pero sin pausa y de la única forma posible, se ha ido avanzando. Ahora, en plena coincidencia con las redes sociales, la sociedad de la información y la explotación de los sesgos cognitivos a escala masiva, estamos atascados, e incluso volviendo a debates que parecen retroceder respecto a lo que parecía iba a ser el curso esperable de la Historia humana (aunque es un ambicioso hablar de un curso natural de la Historia, por eso lo lanzo como hipótesis). Vivimos un tiempo de regresiones (estancamientos en el mejor de los casos) que nos sorprenden tras habernos acostumbrado históricamente a una continuada consecución constante de un pequeño logro tras otro.  El número de democracias en el mundo está disminuyendo por primera vez (https://www.eiu.com/n/global-democracy-in-retreat/). Los movimientos sociales, que antaño fueron útiles e impulsadores de cambios, ahora (e incluso los que van de progresistas) se estancan en retóricas frentistas, se vuelven carcas antes siquiera de comenzar a actuar, se revelan mucho más inútiles que antes. Decidme, en los últimos años, ¿qué han conseguido realmente el antirracismo, el feminismo, la lucha LGTB? Como mucho, algún logro puntual y estético. Como poco, dar miedo, no ilusionar más que a los dogmáticos y que surjan Vox, Bolsonaro, Trump y demás personajes así como reflejo pernicioso de ese dogmatismo y frentismo. Que en España hablemos en términos guerracivilistas y estemos a ver quién la suelta más gorda, si Abascal o Iglesias; o que estemos a ver quién es menos TERF, si J. K. Rowling o las de Devermut; o a ver si Colón fue más genocida que Hitler.

5.3. Monitorización y manipulación de masas
Como veis, el efecto de todo esto no es sólo negativo en tanto una persona particular puede ver dañada su capacidad de razonamiento o su preciada y delicada posesión del centro ideológico o, al menos, de una cierta moderación. La sociedad en su conjunto, como suma de individuos, también se ve influida. Volvamos a los datos que se generan sobre el usuario y que alimentan los algoritmos para que estos sepan que esta clase de contenido es la más rentable: estos datos no se aíslan. Tú no eres nadie, o normalmente no lo vas a ser. Estos datos se agrupan por perfiles demográficos y socioeconómicos de varios tipos. A veces caen en manos de consultorías políticas que hacen campañas, como fue el conocido escándalo de Cambridge Analytica. En él, un profesor universitario usó los famosos test de Facebook para recabar datos del perfil ideológico de múltiples potenciales votantes, y después se los vendió a esta consultoría contratada por Donald Trump para su campaña. Así, los mensajes que los potenciales votantes republicanos recibían se personalizaron para maximizar su propensión a tal voto. El resto de la historia ya la conocemos: Trump ganó. Lo más escandaloso de esto es que lo único ilegal en todo esto fue que Facebook no había dado permiso a Kogam para la venta de tales datos. Si lo hubiera contratado, todo habría sido legal. Y todo eso (lo legal, quiero decir) se consiente cuando aceptamos esa casillita de “Términos y condiciones” que nadie lee. Una concesión que cada vez estamos más obligados a hacer debido a que lo que al principio es una  tecnología que supone una ventaja acaba convirtiéndose en una necesidad cuando se generaliza entre la población, y si no la usas te quedas fuera (tendencia que se está acentuando por las medidas posteriores a la crisis de movilidad derivada del coronavirus).
A veces, le información no crea efectos perniciosos afectando directamente masivamente a una población, sino cayendo en las manos equivocadas. En 2014, el Gobierno ucraniano pidió a las operadoras datos sobre los móviles que se habían conectado a determinadas antenas y sacó la identidad de quienes habían participado en unas manifestaciones masivas contra el presidente. Después, le envió un SMS a cada uno de ellos: “Querido usuario, ha sido registrado como participante en un disturbio masivo”.
Volvamos a un caso de manipulación de masas. En Birmania, país asiático budista, hay una minoría musulmana que vive sin papeles ni derechos reconocidos debido a su confesión religiosa, desde que se les retirara la ciudadanía en los años noventa. A esta precaria situación se añade una campaña que el ejército birmano empezó en 2015, una limpieza étnica. Las investigaciones posteriores al desastre revelaron en 2018 que la campaña, en la que la difusión del odio entre la población civil de cara a legitimarla era fundamental, había sido perpetrada por soldados que crearon innumerables cuenta, páginas y grupos en Facebook con contenido que apoyaba el genocidio, un contenido que se difundió como la pólvora entre los civiles. Está demostrado que, en las condiciones adecuadas, todo el mundo puede ser un monstruo (si alguien tiene curiosidad, que busque el experimento de Milgram, aunque lo explico en el texto sobre la libertad). Facebook, como empresa, sólo quiere dinero, y el sensacionalismo le da dinero. Así, puso las condiciones adecuadas mientras los militares birmanos ponían el odio. Las redes no tienen incentivos para frenar esta clase de contenido, porque sería como quitarse una parte de ingresos voluntariamente. Aun intentándolo, la tendencia implícita en estas formas de comunicación llamadas “redes sociales” es esta: radicalización hasta límites insospechados y continuamente optimizados. La próxima vez que Mark Zuckerberg diga que su ético grupo empresarial está a favor de la lucha de los LGTB o del fin del racismo, y que no colaboran deliberadamente en ideas retrógradas, más valdría que se dejara de palabras vacías y demostrara todo esto mostrando los ultraprotegidos y ocultos algoritmos de contenido de su red. Si es aún alguien los pudiera entender al verlos, y es que esa es otra cosa preocupante. Las máquinas, si es que “piensan”, no lo hacen como los humanos. Lo que para nosotros es intuitivo, una forma rápida y lógica de solucionar los problemas, puede ser superado en eficacia por la Inteligencia Artificial que, libre de prejuicios y sesgos cognitivos, encuentra salidas ultra creativas para nosotros, estrategias impensables y, cada vez más veces, ininteligibles. No sólo es que si se invierte en una máquina que busque una forma de resolver problemas por sí sola no se va a hacer el estúpido gasto de invertir en entenderla, sino que, aunque se quisiera, a veces ni siquiera se puede.

6. No sabemos lo que estamos haciendo

En 2017, Facebook creó una inteligencia artificial que simulaba dos entes que negociaban un acuerdo. El objetivo era entrenar a la máquina para optimizar las negociaciones y el margen de beneficio todo lo posible. Y vaya si se optimizó. Del inglés, las máquinas pasaron a hablar en otro lenguaje mucho más lógico. Se inventaron un idioma que los programadores no entendían, y la máquina se tuvo que apagar por no entenderse qué decían las conversaciones. Un fragmento de la conversación transcurría así:
- I can i i everything else
- balls have zero to me to me to me to me to me to me to me to me to
- you i everything else
- balls have a ball to me to me to me to me to me to me to me to me
Las máquina se entendía a sí misma. Nosotros no. (https://www.elespanol.com/omicrono/tecnologia/20170727/facebook-desactivar-ia-creado-idioma-propio/234477793_0.html)
Otro caso de incomprensión de algoritmos optimizados es un crack que se produjo en la bolsa. Tres cuartas partes de los intercambios en la Bolsa de Valores de Nueva York y Nasdaq son hechas por algoritmos. En 2010, se produjo el llamado “Flash Crash”: un momentáneo, y fuera de lugar, desplome del Dow Jones industrial debido a la actuación de una Inteligencia Artificial que nadie entendió. Por suerte, la bolsa se recuperó espontáneamente.

7. Beneficios puntuales de las redes frente a las desventajas

Okey, todo lo que estoy contando suena muy mal. Pero ¿acaso estamos dejando que todo esto pase sin obtener ningún beneficio? ¿No compensan estos los problemas descritos? Bueno, creo que, aunque esa respuesta depende de cada uno, generalmente podemos decir que no. Piensa en qué obtienes cuando, cada día, entras en Twitter o Instagram. La mayoría de las veces, no usamos las redes más que para satisfacer la necesidad creada de usarlas. Es cierto que “usarlas” es un verbo que implica otras acciones, pero estas acciones son demasiadas veces discutir, insultar, poner la mente en blanco mientras scrolleamos, reírse de, apoyar dogmáticamente a. ¿Es esto un conjunto de hábitos sanos que queramos acumular como rutina a lo largo de nuestra vida? Si discutir o poner la mente en blanco es lo que realmente queremos hacer todos los días, tenemos un problema. Si, en cambio, entramos no a hacer eso sino a, meramente, satisfacer nuestras ansias de activar la química cerebral que el uso de la interfaz nos activa, tampoco parece algo muy sano. La gente me ha preguntado durante este período que qué he hecho durante todo ese tiempo sobrante que queda al no usar las redes o informarme sobre trivialidades derivadas de ellas. Yo creo que asumir que tenemos que llenar un rato del día haciendo algo completamente improductivo sólo por no enfrentarnos a la ansiedad o el aburrimiento al tener que encontrar alternativas no merece la pena, y que ese tiempo nunca fue sobrante: sólo lo hemos desplazado, llenándolo con otras cosas. Pero los días siguen teniendo 24 horas, y el ser humano y sus ciclos circadianos siempre han estado hechos a estas 24.

7.1. Mi caso
Me he aburrido muchísimo. He estado con mono, con ese “Miedo a quedarme fuera”. Me he llegado a pasar ratos actualizando la interfaz del correo electrónico sólo por pasar el rato. En definitiva, no he aprendido a optimizar el tiempo al cien por cien, ni sé si algún día podré, pues es tremendamente difícil. Pero algo sí he aprendido, desde luego. He experimentado el verdadero aburrimiento, ese que, a falta de poder llenar con ese “soma” que es deslizar el dedo por Instagram, he tenido que llenar pensando maneras creativas de hacerlo. Me ha dado tiempo a leer y escribir mucho. He pintado un par de cuadros por primera vez. He leído filosofía y experimentado gracias a ello estados mentales de cierta complejidad que van más allá de sentirse cansado, despierto, mejor o peor. He pasado ese momentito de entre la cena y la hora de dormir (dormir, otra cosa que también he podido hacer más), en vez de mirando el móvil, tumbado en la cama imaginando historias o escenarios mientras miraba el techo o la Luna por la ventana. He podido reflexionar, cambiar puntos de vista y avanzar en algunos en los que llevaba tiempo atascado (y de los que probablemente nunca habría salido sin el tiempo y la atención necesaria). He podido experimentar una época de irme pronto a dormir, madrugar y dar un paseo matutino sin más estímulos que mi mente fresca y recién despierta.
Sin embargo, también he perdido cosas, eso está claro. Por si no se nota, me gusta comunicar. Las redes sociales, al fin y al cabo, ponen a nuestra disposición una plataforma gratuita con increíbles posibilidades. Creo que el “pago” que hacemos en forma de datos a cambio de su uso puede reducirse mucho con algunas medidas que después comentaré, y aun así podemos aprovecharnos de las ventajas del servicio… Siempre que pensemos en qué servicio queremos.
En mi caso, Instagram me es muy útil (y he echado eso de menos) para subir mis reflexiones ante un público que supongo interesado. Después, la gente me comenta, generalmente por mensajes privados, y el debate continúa por ahí. Generalmente, a esos pequeños niveles, son conversaciones muy enriquecedoras y pedagógicas. De Twitter, sinceramente, no he echado nada de menos. Vivo prácticamente en un estado de Nirvana desde que no me cebo a diario con su trivialidad, sus discusiones, sus usuarios que no escuchan y sus trending topics absurdos. Nunca me sirvió para aprender nada, y lo único que he echado de menos era esa forma de rellenar el tiempo, ese soma que comentaba. Es cierto, sin embargo, que para mí tiene aún un poquito de utilidad. Por ahí publicaba un tuit para avisar cuando volvía a escribir en el blog. Pero creo que pocas personas entran a las entradas vía Twitter, y me da miedo volver a caer en su soma sólo por promocionarme ante tres o cuatro personas. Al blog, obviamente, vuelvo desde ya, con mucho que decir. Abandonarlo formaba parte del experimento de dejar de comunicar y, en cambio, escuchar más. Al hacerlo, he podido escribir bastante, y estoy deseando publicarlo ya mismo. 

8. Hora de decidir

En definitiva, ¿qué voy a hacer ahora? Lo primero de todo es que escribir y justificar cada cosa que hago es harto cansado, así que puede que estas primeras intenciones cambien, sea por falta de fuerza de voluntad o por haber cambiado de opinión, en un futuro. Pero de entrada:
En principio, voy a publicar mis tuits anunciando las nuevas entradas en el blog y salir corriendo de Twitter inmediatamente después. En Instagram, voy a volver de una forma muy comedida. Silenciaré las cuentas que realmente no me interesen e intentaré ignorar esa máquina tragaperras, siempre presente, que son las historias. Seamos sinceros: ni tú ni yo somos capaces de acordarnos de qué hemos visto en ellas tras pasar un minuto. Sólo se explica que lo hagamos como un reflejo anti ansiedad, y además nos da a pensar que los demás tampoco van a recordar las nuestras. Como mi contenido es ligeramente diferente y puede llamar la atención en algunos casos, puede que sí haga historias, pero en principio se limitarán a cuestiones comunicativas, nada de contar mi vida personal. Tampoco dejaré huella de mis intereses en forma de likes y, en principio, comentarios. Son cosas por las que ni yo ni quien los recibe obtiene nada, y en cambio permiten una monitorización de intereses. Luego está la cuestión de mis publicaciones: es cierto que tengo mucho cariño a esa sección de mi perfil, y por ello me daría pena no publicar algo de vez en cuando. Alguna chorraduca o alguna foto bonita o que me guste. No lo considero tan peligroso ni, desde luego, nada adictivo, y me gusta verlo como una especie de álbum cronológico. Por supuesto, habrá publicaciones en forma de vídeos de opinión.
En cuanto a Netflix, YouTube y demás otras plataformas de contenido, los usaré con normalidad. No puedo usar la aplicación de YouTube desde el móvil sin una cuenta, y al fin y al cabo me paso el día viendo Nadie Sabe Nada, de Andreu Buenafuente y Berto Romero, y poco más. Si veo algo más político, quizá me cree una inocente cuenta aparte para ello. En la interfaz de ordenador de YouTube he conseguido quitar las recomendaciones, los comentarios y los likes. Veo el vídeo y punto, y si quiero contenido de una temática, busco por canales. Netflix no lo uso mucho, y es que el mundo de lo audiovisual nunca me ha captado demasiado.
Dejaré de informarme sobre la “actualidad” más trivial que usualmente me acompañaba como una mosca detrás de la oreja, aunque podré comentar algún hecho puntual que me llegue. Me informaré, como siempre, por periódicos (especialmente los financiados por sus lectores) y medios generalistas como la radio, en ningún caso por redes o algoritmos personalizados, y añadiré los libros como fuente de información mucho más valiosa, aunque escapan un poco más a la actualidad.

9. Recomendaciones

Sin más, me despido con algunas recomendaciones. En primer lugar, dos libros.

- “Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato”, de Jaron Lanier. El autor está metido de lleno en esas empresas, y, renegado de su especie, explica los problemas de las redes y la personalización de contenido desde su óptica. En mi opinión, es un libro un poco paranoico en algunos momentos, pero se aprende mucho y sirve para cambiar de paradigma.

- “El enemigo conoce el sistema”, de Marta Peirano. Esta escritora y periodista está especializada en el mundo de la privacidad y la seguridad en Internet. Su libro aborda cuestiones de este. De él he sacado muchos ejemplos para esta entrada. Como pega, tengo que decir que a veces me parece que la autora peca de un anticapitalismo algo dogmático.

La tercera recomendación viene también de Marta Peirano, que la suele hacer en sus charlas TED, pero os la traslado a vosotros: Google, Instagram, Facebook y Twitter están obligados a ofreceros una copia de los datos que tengan sobre vuestras cuentas (sobre vosotros) si la solicitáis. Buscad dónde se hace, solicitadla y flipad. Ni la KGB podía saber tanto sobre un sujeto al que estuviera siguiendo toda la vida como Google sobre ti en un día.

10. Epílogo. A ver, sólo hago esta categoría totalmente innecesaria para que me queden diez puntos en el texto, que es mucho más satisfactorio.

En fin. Espero que todo esto haya sido de vuestro interés. Nos vemos, ahora sí, sin que pase un mes.

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