El sábado, presionado por un constante murmullo que me hería
el tímpano y se repetía sin cesar, que machaconamente decía
"¡Lávame, lávame!", caí en la cuenta de que era mi coche el que hacía
tal petición, el pobre diablo llevaba dos/tres meses sin conocer el placer de
una buena ducha, tiempo suficiente para que en sus asientos traseros se acumulase
todo tipo de artefactos olvidados.
Del maletero mejor ni hablar, porque estamos en Marzo y todavía hay dentro una tabla de esas para la playa y un cedazo para pescar. A lo que iba:
Cuando el rumor en mi cabeza se hizo insoportable, agarré los euros suficientes y me dirigí raudo y veloz al lavadero, hacia el alivio de los males de mi Ibiza (ah, que no lo había dicho, el mejor coche del mundo) y tras llegar al destino elegido me dispuse a esperar como un buen ciudadano hasta que llegase mi momento. Tras un tiempo que no cronometré, así que no te lo puedo decir, deposité el dinero en la ranura y aferré esa manguera que iba a resolver los problemas higiénicos de mi vehículo. Lo enjaboné yo mismo y después lo aclaré. Mi coche rugía de satisfacción, me miraba con sus faros sonrojados y agradecidos y de su casete (vale, tiene 13 años) surgían melodías de agradecimiento.
Sentí en ese momento que el euro que metí en la ranura del aspirador deberían haber sido 50 céntimos para que durase menos, para huir de esa bachata bacalao o lo que fuese que estaba tronando en 50 kilómetros a la redonda.
Tuve que meter la llave tres veces en el coche porque sus mecánicos tímpanos estaban saturados de ruidos y no obedecían a mis órdenes.
¡Mira que hay que aguantar!
No soy el autor de esta entrada, es mi señor padre.
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