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26/9/15

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Al final no era el coche del pueblo

Se esconde tras un mar de bártulos. Enormes calculadoras le amparan. Un bote repleto de bolígrafos escuda al susodicho. Debajo de esto, hojas, sobres, cartas y planos, gráficas y textos, casi el Amazonas entero está allí sobre su gran mesa de cristal.

Y en los folios, números. Muchos números que cuanto más grandes, mejor lucen. Cada uno es el resultado de un auténtico arsenal de operaciones de todo tipo.
Subiendo la vista, una pantalla de ordenador emite su luz taciturna sobre el entorno. Y en los píxeles, más cifras, a cada cual más grande y compleja.

Unos anchos anteojos presencian todo este espectáculo. y tras ellos, lo que parece ser una... especie de humano. Se le ve mayor e infeliz. Pero una gran satisfacción le provoca un incontrolable rictus de sonrisa macabra cada vez que un gráfico sube. Sus ojos irritados se achinan con alegría cada vez que las sumas no le caben dentro de la pantalla de su calculadora.


Definitivamente, es un hombre de negocios. Un empresario o inversor de bolsa, o algo así. Quizás ni él sepa lo que es, ni en qué momento se convirtió en eso. Pero ahora ha perdido los sentidos (tanto como el sentido) y la humanidad. Es un utensilio más en su despacho.
Lo único que le diferencia de sus aparatos es su sed de dinero. Y no sólo ahí dentro se cuecen sus negocios, pues cuando se asoma al ventanal vigila a sus empleados, que bajo presión, trabajan para él. Porque desde luego para ellos no. Ellos (¡pobres seres sin voluntad ni conciencia!), cobrarán mucho menos que el gran jefe.
"Para comer y hacer caca les sobrará con 500€" murmura desde su despacho el jerarca.

Pues el dinero es, en realidad, absurdo. Y más cuando se juega con él en las bolsas, cuando su valor fluctúa por unas desafortunadas palabras (como dicen ellos), cuando nada escrito ni dicho tiene valor en una empresa. La economía es coger un país y jugar con él. A menor escala, juegas con tu empresa. Y no me sorprende que, a pesar del gran número de fórmulas inventadas para medir indicadores sociales, económicos y tecnológicos, mis ojos aún no hayan visto una sola ecuación que se preocupe por el nivel de vida de los trabajadores, por su satisfacción o estrés laboral.

Esta gente solo tiene vista para sus números y hará lo que sea necesario para que las cuentas encajen.
Por mucho que deba mentir.
Por mucho que tenga que agujerear la capa de ozono.
Por mucho que tenga que saltarse la ley falseando sus cuentas y sus productos.
Por mucho que tenga que tratar a sus empleados como ganado. Si se muere un chon (como aquí en Cantabria llamamos a los cerdos), se repone el chon, si enferma un chon, nada de permitir que se lleve mi dinero sin estar produciendo. Y en el fondo no tienen la culpa de haber perdido la empatía.
Al fin y al cabo, con un trabajador no puedes comprar un chalet ni un bonito Rólex.
Ni un Volkswagen.


Y es que los venerados alemanes también mienten, y no es tanto lo que diferencia las estereotipadas (y con bastante acierto por parte de los estereotipos) empresas españolas y esta nefasta empresa alemana, siempre disfrazada, como tantas cosas en ese país, de austeridad y seriedad.

Martin Winterkorn, ex presidente de Volkswagen, se va a casa con una pensión de 28, 6 millones. Mientras la economía siga planteada así, saltarse la ley es lo más rentable que un empresario puede hacer.
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