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17/11/13

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De papeles

El mundo está lleno de reglas no escritas, y los baños de una casa no son una excepción, especialmente si el baño es usado por dos o más individuos. En mi caso, mi hermana y yo tenemos asignado un mismo baño, y es muy sencillo usarlo: si manchas el espejo, tú lo limpias, si tiras el bote de los cepillos de dientes, tú lo recoges, juntos con más casos quizás más desagradables de explicar.
Pero ¿y el papel? ¿Cuál es el problema, cuál es el nutriente, hormona o neurona que nos impide tener la capacidad de usar un rollo y cambiarlo cuando se acaba?
Todos sabemos que el uso del papel higiénico desciende exponencialmente a lo largo de su vida útil: de 3 cuadraditos pasa a 2, a uno solo y terminamos utilizando pequeños trocitos, procurando alejar de la mente el pensamiento de que pronto sucederá la catástrofe. Medio rollo puede durar el doble que la primera mitad, y los árboles lo agradecen, pero tarde o temprano, ocurre. Encuentras un cilindro de cartón, pelado, ni siquiera una pizca de color blanco que te salve de esa gran responsabilidad.
Te sientes humillado, desafortunado y, sobre todo, perezoso por hacer lo que debes hacer.
Ignorando el revistero y los pañuelos de tu bolsillo, te incorporas a la luz halógena, acercándote al armario y coges con tus propias manos ese rollo que incluso, quizás, hayas ido gastando por no ponerle. Pero ahora es el momento (sería una burla de la naturaleza terminarlo sin haberlo puesto), y terminas con la tiranía del viejo cartón, arrojándolo al suelo, para sustituirlo por el nuevo. Larga vida al rey.
Espera, que oigo algo al otro lado de la puerta:
"Miguel, ¿quieres salir ya?"

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